No sé dónde he leído recientemente que si algo caracteriza al espíritu español es la nostalgia: nostalgia de un pasado glorioso, del Imperio, de la Reconquista, de las Cruzadas, incluso de la heroica Resistencia al asedio romano… Pero el caso es que el alcance de este hispano sentimiento, en puridad, no debería retrotraerse más allá de la segunda mitad del siglo XIX, que es cuando la palabra nostalgia entró a formar parte del léxico castellano procedente, según nos cuenta Joan Corominas en su “Breve diccionario etimológico de la lengua española”, del término creado en 1668 por el alemán Johannes Hofer, a partir de dos palabras griegas: «nóstos», o regreso, y «álgos», que significa dolor. Propiamente, la palabra nostalgia viene a significar, así, «deseo doloroso de regresar», y por lo visto Hofer la creó para traducir, con carácter internacional, más o menos el mismo concepto del alemán «Heimweh». Con el vocablo nostalgia se quiso designar la enfermedad que presentaban los soldados napoleónicos en las campañas militares y posteriormente, y ya entre nosotros, el dolor de nuestros desterrados, ese dolor que impregna la obra de muchos de nuestros más grandes poetas con una larguísima, interminable “memoria de la melancolía” que, como un perfume pertinaz, se percibe todavía a veces en el aire de nuestro país… Un país que no hace mucho se acostó soñando con un cambio y se levantó siendo ingobernable… ¡Como para no acordarse de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” al echarse agua fría en la cara, esa mañana!.
No sé dónde he leído recientemente que si algo caracteriza al espíritu español es la nostalgia…
Pero volviendo al término nostalgia, el hecho de que su incorporación sea tan reciente no es prueba suficiente –se dirá– para negar que el pueblo español tuviera desde siempre por distintivo espiritual este sentimiento. Antes que la nostalgia, campaban por tierras iberas la saudade y la morriña. Con esta última palabra en concreto comparte la nostalgia ese aspecto clínico de tristeza depresiva, porque la saudade puede surgir por añoranza de un bien perdido, pero también por el anhelo de un bien desconocido. No hay en la saudade esa patología dolorosa que sí hay en la nostalgia, término desgarrado tomado, como no podía ser menos, por el Romanticismo para nutrir nuestro vocabulario de la segunda mitad del XIX: un término, pues, testigo de las últimas guerras carlistas y de la agonía de la Primera República, coetáneo de la Restauración y, algo más tarde, del Desastre del 98… Lo que vino después, ya lo sabemos, fue una muestra más de otra de las proverbiales características de nuestro espíritu nacional, el cainismo de las “dos Españas” machadianas, cuyas irreconciliables posturas prefiero que se articulen en torno a la función de unos titiriteros, antes de que sea un poeta foráneo el que tenga que venir a escribirnos aquello de:
¡Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver la sangre por las calles!
Pues, aunque Neruda está entre mis poetas más releídos, la sangre por las calles, las guerras fratricidas, la persecución de los moros y los gitanos, la expulsión de los sefarditas, el
expolio y matanza de los indígenas americanos y otros hechos luctuosos de nuestro “glorioso” pasado no me inspiran la más mínima nostalgia. Si acaso, me siento más en sintonía con esa saudade heredada de los pueblos celtas que, navegando desde la noche de los tiempos, procedentes tal vez de la India o la Anatolia de la Edad del Hierro, al encallar en nuestros
acantilados hallaron la satisfacción de haber encontrado el lugar que les correspondía, y decidieron en consecuencia quemar sus naves como medio de conjurar esa enfermedad que es la nostalgia, que nos va dejando el alma dolorida; y en la lumbre de esos navíos quemados, cocer el pan amasado del presente, porque el pan alimenta y la lumbre calienta el hogar nuestro, y en cambio la nostalgia nos sume en el dolor de un regreso imposible. Imposible, además, afortunadamente.
Leave a Reply