A las personas, entre las que para mi desgracia me cuento, que adolecen de ese defecto consistente en irrumpir en las vidas ajenas, sin mala intención, pero sin demasiadas consideración ni prudencia, nos conviene como terapia visualizar mentalmente esas palabras que obligan a la soledad del alma, como sin duda es la palabra niebla. Dicho y hecho.
No está claro si la palabra niebla procede del latín ‘nebŭla’ (a su vez procedente de la raíz indoeuropea *nebh- asociada con el agua) o si habría que buscar su origen en las lenguas prerromanas, como podría desprenderse del parecido con el topónimo tartésico de Ilípula, nombre de la localidad situada en la romana provincia Turdetania que se corresponde hoy, precisamente, con el pueblo onubense de Niebla. No sería nada extraño ese origen prerromano teniendo en cuenta el valor y significado que la niebla tenía en las zonas peninsulares de penetración celta o en las íberas. Símbolo de lo misterioso y oculto (no es otro en su origen el sentido del término ‘celta’, que procede del griego Κέλτoι , ‘gente oculta’), la niebla esconde lo que no se deja conocer, lo que necesita ser desvelado. Los druidas poseían la facultad de hacer y deshacer la niebla para confundir o sorprender al enemigo. En la Península, los asentamientos celtas más importantes se dieron allí donde la niebla se ciñe a las montañas, a los valles profundos y a los acantilados, e incluso allí donde resulta más temida: en los mares. En una de esas zonas, en el pueblo cántabro de Castro Urdiales, cuentan que vivía una moza que tenía la costumbre de abandonar las tareas domésticas no bien empezaba a caer la niebla, para ir a las costas a esperar a su amado, que pescaba con peligro por allí cerca, provista de un fanal con que alumbrarlo. Su madre, harta de que desapareciera en las brumosas playas, una tarde especialmente neblinosa y húmeda la maldijo diciendo: “¡Así te vuelvas pez!”. La maldición obró efecto al instante, y la moza desapareció entre las olas, convertida ya para siempre en sirena y sin otro afán que el de cantar para guiar con su voz a los marineros en su regreso a tierra firme, en los días brumosos. La niebla quedó en el corazón de su impaciente madre, de donde nunca más se disipó.
Pensaba yo en la niebla que hay en tantos corazones, como el de la madre de la sirenuca, y aun en el corazón de muchas organizaciones, cuando contemplaba la hermosa fuente de la Plaza de Platerías de Santiago de Compostela hace unos días, con ocasión de mi asistencia a un encuentro de morfólogos que tuvo lugar en la universidad de aquella ciudad. La fuente compostelana representa cuatro caballos con cascos palmeados, lomos parcialmente cubiertos de escamas y colas de pez, que arrojan agua por sus belfos. Dicen los cronistas antiguos que los caballos acuáticos o hipocampos eran los corceles que tiraban del carro de Poseidón, dios de los mares. Nada tienen que ver los hipocampos clásicos con los “kelpies” o caballos de agua de la mitología escocesa, bestias demoníacas que salían de los lagos para atraer a sus víctimas, por las cuales se dejaban montar para, en una exhalación, sumergirse de nuevo en el agua con su jinete, donde lo devoraban, pues eran carnívoros feroces. Los hipocampos, o la sirenuca cántabra, son seres que presentan formas híbridas que podrían tildarse de monstruosas, pero precisamente por mostrarnos su forma de modo tan transparente resultan tan inofensivos que nos dejaríamos guiar por ellos para que nos orientasen en lo oculto.
Así pasa también en nuestros días: hay seres monstruosos e híbridos que como hipocampos nos conducen a través de la niebla, y otros que, tras su apariencia pura y uniforme esconden enfurecidos depredadores. Estos últimos, podríamos decir, son en sí mismos niebla, como lo son siempre aquellos que, con palabras o posturas ambiguas y bajo contornos inconcretos, crean a nuestro alrededor la confusión, la desorientación y el caos que se deriva de no poder identificar las partes de las que se componen. Tales eran los pensamientos que iba hilvanando yo al escuchar a los expertos en morfología, como Jesús Pena de la Universidad de Santiago, Josefa Martín, de la Autónoma de Madrid, o David Serrano Dolader, de la de Zaragoza, a medida que iban interviniendo en el congreso y ocupándose de esclarecer esas formas compuestas o híbridas que ocultan las palabras bajo su apariencia de simplicidad: lo que se nos aparece como unitario bajo un mismo contorno es en el fondo un conglomerado de formas de cuya individual comprensión depende su final entendimiento. Y no lo digo por decir. En tiempos en los que se han de formar gobiernos híbridos -tal vez incluso monstruosos- conviene saber de qué partes, claras y distintas, estarán estos formados, porque así como un hipocampo requiere de proporción entre sus partes para poder guiar el carro de Poseidón, un gobierno de coalición no debería estar conformado con menor equilibrio y transparencia.
Comprender cuál es la forma interna de las cosas (y no es otro el ámbito de estudio de la morfología) nos ayuda a separar las partes que las conforman para mejor entenderlas. Y lo mismo podría aplicarse al discurso de quienes pretenden gobernarnos: no hay por qué temer más a un hipocampo o a una sirena que a un delfín o a un potro, si podemos discernir con claridad qué parte de sus cuerpos es de pez y qué parte de persona o de caballo. Hipocampos o sirenas híbridos pueden ser buenos guías y ayudarnos a movernos en la niebla siempre que se muestren y que actúen con veracidad y sin dobleces. Desconfío más de esos bellos caballos que hacen ostentación y convencen gracias a la acostumbrada uniformidad de su figura, haciéndose pasar por herbívoros dispuestos a ser domesticados, pero que, no bien su jinete se ha confiado, lo arrastran hacia el fondo de las aguas para devorarlo. Un hipocampo puede parecernos monstruoso y hasta terrorífico, pero no oculta lo que es: un caballo con pies de pato y cola de pescado. De los bellos equinos de pura raza que secan sus crines mojadas al viento, en las riberas, no me fío en cambio ni un pelo. La morfología, como la mitología, ayuda mucho a disipar la niebla de las apariencias y a buscar en lo híbrido la pureza de las formas ocultas.
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