Cuando los árboles cambian sus colores y se van despojando de los suntuosos ropajes primaverales y de la fogosidad del verano, una última luz brilla en las ramas: es el amor, que vuelve cada otoño a los membrilleros, consagrados en la antigua Grecia a Afrodita y cuyo fruto, símbolo de fecundidad y afecto, debía comerse antes de entrar en la habitación nupcial. A medida que avanza el mes de octubre y se aproxima la festividad celta de Samhain (etimológicamente “fin del verano”, que suele coincidir con el popular Veranillo de los Arcángeles o Veranillo del membrillo) el erotismo se adueña de la naturaleza, desnudándola, y también de los teatros, reponiendo el Don Juan Tenorio. Porque esta obra, cuyo personaje es a decir de los estudiosos una creación indiscutible del genio hispano, se asoma tradicionalmente a la cartelera por estas fechas para recordarnos el gran éxito que obtuvo José Zorrilla con su estreno en Madrid precisamente un 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos. O quizás deberíamos decir, en pasado, que se asomaba a nuestras carteleras antes de ser invadidas éstas por esas lamentables calabazas y sórdidas novias cadáver que ponen más el énfasis en los aspectos escatológicos y siniestros de la fecha que en los mágicos o maravillosos. No se me oculta que hay una verdad terrible cuyo sádico rostro, a veces entrevisto aquí o allá, me resisto a mirar de frente y a los ojos, pues no soporto el dolor, ni la intención de causarlo. Y sin embargo admiro a quienes sostienen su mirada, con los ojos abiertos, retadores, sin sucumbir, para poder contarlo: contar con valentía cosas que tanto asustan, que se leen incluso con disgusto. La evolución del mito de Don Juan pasa por diversas fases de maldad y condenación: desde una radical rebeldía contra Dios que no le podrá ser perdonada, como en la obra de Tirso, hasta llegar a ser redimido por la bondad del amor de la mujer a la que humilla, como en la de Zorrilla. Sin duda es esta última la que más veces se ha representado, tal vez por la afición humana a los finales felices, porque el libertino se arrepiente y se salva de la condenación eterna. Pero la fertilidad del mito donjuanesco es tal que Gonzalo Torrente Ballester llegó incluso a dar vida con su pluma en 1963 a un personaje que, lograda la rendición total de la dama seducida, se abstiene de consumar su conquista. Ayudado por una suerte de demonio guasón, Leporello, no se contenta con desbaratar voluntades, poner patas arriba sentimientos y llevar a la perdición a su víctima, sino que la humilla doblemente despreciando el fruto conseguido, negándose a la satisfacción del deseo. Se podría pensar que esa falta de consumación fue, tal vez, consecuencia de la censura franquista, que tantas sospechas albergó sobre la novela, pero Torrente perteneció ese pequeño círculo de privilegiados que logró convivir con el franquismo sin salir del todo mal parado. Tampoco sé si es mayor o menor el sadismo de este Don Juan de Torrente comparado con el que desde el 6 de octubre hace de las suyas sobre el escenario de un teatro de la Gran Vía madrileña en formato de musical, porque no lo he visto y porque, en eso como en todo, va en gustos. Lo que sí es cierto es que, mucho más que la clásica de Tirso, era habitual reponer la obra romántica de Zorrilla, con lo que, el Día de Difuntos, volvía también a los escenarios el amor. Y eso mismo pasa cada año en la naturaleza por estas fechas, entre el “veranillo” de San Miguel del 29 de septiembre, y el de San Martín del 11 de noviembre: a medida que se va desnudando de frondosos ropajes primaverales y se va desprendiendo de apasionados ardores veraniegos, vuelve, sin más, el puro amor desnudo para mí bien visible en esa última luz que brilla entre las ramas: son los dorados frutos del membrillo, abrigados por fuera de terciopelo suave, y ásperos por dentro; dulces pero ácidos. Su aroma ahuyenta las polillas, perfuma los armarios e impregna las habitaciones de las casas con la fragancia inconfundible de Samhain, cuando se abren las puertas de lo invisible y las hadas y duendes pueden abandonar sus grutas para buscar pareja entre los mortales, o cuando las almas de quienes se fueron pueden ser convocadas, como convidadas de piedra, para aspirar nuevamente el perfume dorado de la vida…ese olor con el que los membrillos nos traen cada otoño el aroma inconfundible del amor.
Don Juan Tenorio y el Veranillo del membrillo
Por Susana Diez de la Cortina.
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