España, esta piel de toro donde Hércules, en un alarde de fuerza masculina, elevó sus dos columnas, levantó la torre que alberga el faro más antiguo del mundo en funcionamiento y plegó con sus propias manos los Montes Pirineos, tiene también el triste mérito de ser uno de los países del mundo que llamamos “civilizado” donde muchas mujeres mueren cada año víctimas de la violencia de sus parejas. Las cifras parecen indicar un cierto descenso en las estadísticas de mortalidad por esta causa (alrededor de 40 mujeres asesinadas en 2016, frente a unas 50 el año anterior y unas 60 diez años antes), pero no dejan de ser aún espeluznantes.
Aunque la violencia no entiende de géneros, es obvio que un varón tiene más posibilidades de maltratar a una mujer que a la inversa. Y ello, claro, es debido a su fuerza, de la que, como veníamos diciendo, Hércules hizo gran derroche en nuestra Península. Aclararé el porqué de esta comparación: cuentan los antiguos mitos romanos que Hércules (el Heracles griego o el Melkart fenicio) nació de la unión de Júpiter con la tebana Alcmena, y la esposa de aquel, Juno, celosa de su rival mortal, para vengarse envió a la cuna del recién nacido dos terribles serpientes con la intención de que lo mataran, pero ocurrió que el tierno infante las estranguló con sus propias manos, dando así el primer signo de su fuerza sobrehumana. Creció el niño, llegó a la edad adulta y se casó, pero en un acceso de cólera (sobrevenido al parecer por la locura a la que le había inducido nuevamente la vengativa Juno) un día mató a su esposa e hijos, por lo que, para expiar su horrible crimen y ser rehabilitado, fue castigado por el rey Euristeo a realizar doce trabajos cuyo cumplimiento era poco menos que imposible (nuevamente Juno se había puesto de acuerdo con Euristeo para que así fuera). Algunas de estas pruebas tuvieron que ser realizadas dentro de territorio hispano; particularmente difícil fue la undécima: tomar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, pero tampoco le iba a la zaga en dificultad la anterior, la décima, consistente nada menos que en derrotar al gigante Gerión y apoderarse de su mítico ganado. Fue en ese viaje a Tartesos cuando el héroe plantó las dos rocas enormes conocidas como “Columnas de Hércules” a ambos lados del Estrecho. Cuentan que, una vez que hubo conseguido matar a Gerión (cuya cabeza sepultó bajo la Torre de Hércules de La Coruña, ciudad que bautizó con ese nombre por ser el de la primera mujer habitante de aquellas tierras, “Crunia”, de la que Hércules se había enamorado) condujo atravesando toda la Hispania desde Tartesos hacia el país de los galos las reses rojas de Gerión, hasta llegar a tierras de los bebricios, que habitaban bajo ese collar que separa la Península del continente europeo, hoy Aragón. El rey de aquellas tierras, Bebricio, le dejó el paso franco por sus territorios, lo que trajo consigo que Hércules volviera a enamorarse y sedujera a su hija Pirene, a la que dejó embarazada antes de marcharse para proseguir con sus trabajos. Pero resultó que la pobre princesa, en ausencia del héroe parió una horrible serpiente, y tal fue su horror que huyó desolada hacia los bosques, donde murió de pena. Al volver Hércules y conocer la noticia, muy entristecido levantó un inmenso túmulo sobre la tumba de su desdichada amante, y a los montes resultantes de aquella proeza les puso por nombre “Pirineos”, como homenaje a la infortunada princesa bebricia.
Las sierpes que Juno envió a la cuna del infante simbolizan la violencia que se ejerce contra los niños indefensos; el forzudo Hércules, blanco de una violencia femenina que sólo gracias a su inmensa fuerza había logrado superar, vuelca esa misma violencia en su propia esposa, dándole la muerte, y luego, cuando a punto de terminar de expiar su crimen se enamora de la inocente Pirene, no puede evitar que ella engendre de él una serpiente. Es un tópico largamente repetido: “la violencia engendra violencia”. El maltrato de la mujer adulta contra el niño engendra en el hombre adulto la violencia contra la mujer. Los terribles trabajos de Hércules representan los esfuerzos sobrehumanos que habrán de hacerse para eliminar el estigma de la violencia. La mayoría de los hombres que maltratan a sus parejas no pasan de ser sino vulgares abusones que ni con el mayor de los esfuerzos podrían llegar jamás a lavar la mancha de su cobardía. Pero lo interesante de la historia de Hércules es que, además de la dureza del castigo, -proporcional a la dureza de la fuerza utilizada contra el débil- , sólo una mujer, representada por la inocente Pirene, podrá perdonar un crimen cometido contra otra mujer y devolver la dignidad al hombre estigmatizado por la violencia con su perdón. Hace falta tener la fuerza sobrehumana de Hércules para sobreponerse a la propia violencia, hacen falta su voluntad y su valor para reconocer el crimen y asumir los más duros castigos impuestos para demostrar que se es de nuevo merecedor del perdón, la confianza y el amor de una mujer, y aún así, como bien se ve en el ejemplo de Pirene, ella nunca podrá estar segura de no volver a engendrar una serpiente.
Y en este punto, la pregunta que me acucia es: ¿qué fue de aquella serpiente, hija de Hércules, que parió nuestra Pirene? Debe de ser que, al igual que las columnas del Estrecho o el faro de La Coruña, la serpiente quedó también en nuestras tierras, agazapada, y aún sigue poniendo innumerables huevos entre nosotros, a juzgar por la cantidad de muertes de mujeres que todavía hoy tenemos que lamentar, víctimas de la violencia masculina.
Susana Diez de la Cortina Montemayor es filóloga, directora académica de AulaDiez (www.auladiez.com) y autora de diversos libros de poesía y gramática española para extranjeros
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