Nunca he sido aficionada a la fiesta de los toros, por la aversión que me producen los espectáculos sangrientos; y tal vez debido a ese desinterés tampoco he conseguido nunca captar su sentido estético: antes que al torero, tiendo a admirar al toro, bello animal totémico de las culturas mediterráneas, al que veo más acorde como objeto estético de otras artes que como objeto de burla en la de manejar un capote rosa. Pero el nuestro es un país de taurofilia, y de ello dan fe las innumerables obras que nuestros grandes artistas plásticos le han dedicado a la fiesta y a su emblemático animal, como las que componen la serie de la “Tauromaquia” del aragonés Francisco de Goya; o las de Pablo Picasso, en las que el toro es un motivo más que recurrente y casi cabría decir que simbólicamente omnipresente. Su vitalidad como objeto artístico tal vez proceda de su monstruosidad, es decir: del Minotauro. Pero la figura antropomórfica del Minotauro toma su sentido esencial no del hombre ni del toro, sino del laberinto, cuyas circunvalaciones casi intestinales, semejantes al dibujo de la corteza cerebral, nos recuerdan que el verbo «rumiar», en español, significa tanto digerir el pasto como los pensamientos. El Minotauro es ese rumiante, mitad animal mitad humano, encerrado en el burladero de su mente, al que Teseo debe enfrentarse aun sin percatarse de que vencer al Minotauro no es otra cosa que aceptar al monstruo que hay en el fondo de uno mismo. El intrincado viaje por el laberinto es la búsqueda del niño que hubo en nosotros antes de que la bestia ganase la partida y nos empujase a confesar, como Picasso: “El toro soy yo”. El viaje por los vericuetos de la propia alma tras el niño interior, inocente y asustado, no es tarea fácil, ni aun cuando se cuente con la ayuda de fuera; mucho menos sin ella, pues poco sentido habrá en la lucha contra la fiera si tras vencerla no se sale del laberinto; el verdadero drama consiste en seguir atrapado, sin lograr la salida ni el encuentro, y no en fracasar en el intento de vencer al monstruo: “Atrapado en el Laberinto/ no sé si venceré al Minotauro/ Si lo consigo, después/ no habrá hilo/ no me esperará Ariadna”¹. Muchos no lo consiguen, algunos ni siquiera se atreven con la duda. Vencer al monstruo que hay dentro de uno mismo es tarea titánica que solamente pueden acometer los más valientes, los mejores, esto es: los que saben salir de su laberinto para dar lo mejor de lo mejor que son; de ahí la necesidad de ese “afuera” que es Ariadna. Generalmente el monstruo aparece por motivos mezquinos, pero puede revolverse con furia tremenda en el ser impedido para el amor que se burla cruelmente de quien lo ama, en el maestro que hace mofa pública de un estudiante brillante al que ve como competidor, en la madre frustrada que aniquila con su desprecio a un hijo más inteligente que ella, en la pareja empeñada en separar a los niños de su madre por competir con ella en el afecto, en el envidioso que se alegra en su fuero interno de la ruina de un amigo… Para salir del atolladero, lo mejor es confiar en el corazón del propio niño agazapado y seguirlo como a un lazarillo por el laberinto, ya que el sentido de la vista de nada sirve para orientarse allí. La que esto escribe lo sabe bien, pues viene de besarle no hace mucho la frente al Minotauro, con amor infinito.
¹ Mira, Salvador: Los Diablos. Ed. Espino Albar, 2011. Pág.121
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