Sentada en una duna, frente a los humedales, Laura contempla el aleteo incomparable con que la garza blanca levanta el vuelo. Tratando de imaginar algo más bello, alcanza sólo a recordar la primera canción que aprendió de niña: el romance del Conde Olinos que le cantaba su madre:
Madrugaba el conde Olinos,
mañanita de San Juan,
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar.
Mientras su caballo bebe
canta un hermoso cantar,
las aves que iban volando
se paraban a escuchar:
“Bebe, mi caballo, bebe,
Dios te me libre del mal,
de los vientos de la tierra
y de las Furias del mar”.
Caminante que camina
olvida su caminar;
navegante que navega
la nave vuelve hacia allá.
La reina estaba labrando,
la hija durmiendo está:
“¡Mira, hija, cómo canta,
la sirenita del mar!”.
“No es la sirenita, madre,
que ella tiene otro cantar,
que es la voz del conde Olinos
que por mí penando está”.
“Si es la voz del conde Olinos,
yo le mandaré matar,
que para casar contigo
le falta la sangre real”.
“Si lo manda matar, madre,
juntos nos ha de enterrar”.
Él murió a la medianoche
y ella a los gallos cantar.
A ella como hija de reyes
la entierran en el altar,
a él como hijo de condes
unos pasos más atrás.
De ella nació un rosal blanco,
de él nació un espino albar;
las ramitas que se alcanzan
pronto se van a enredar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar,
el galán que los cortaba
no cesaba de llorar.
De ella naciera una garza,
de él un fuerte gavilán,
juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan par a par.
Años después, en la Universidad, Laura estudiaría en profundidad el Romancero; aprendería que el del Conde Olinos, de origen medieval, es del tipo que Menéndez Pidal llamó «romance cuento» y otros autores «romance historia», un subgrupo al que, atendiendo a la estructura del poema, pertenecen aquellos que desarrollan la fábula completa, desde el principio hasta el final. Siempre le ha gustado en particular este romance porque, además de seres fantásticos, como las sirenas o las furias de mar, habla de un amor tan poderoso que ninguna fuerza, ni humana ni sobrehumana, puede deshacer; ni siquiera la muerte, hasta el punto de que, al morir los amantes, y tras sufrir diferentes transfiguraciones, se encarnan finalmente en aves que, en el cielo, encuentran la libertad que requería un amor como el suyo.
La garza, elemento simbólico recurrente en la poesía medieval, era al igual que la grulla un animal sagrado para los celtas y otros pueblos antiguos, quienes veían en la blancura nívea de sus plumas una representación sin igual de pureza y espiritualidad. En una época como la medieval, dominada por las convenciones del amor cortés (el cual se basaba en la premisa de que amor y matrimonio son asuntos de índole muy distinta, ya que el matrimonio feudal era un contrato entre terratenientes, mientras que el amor exige libertad a los amantes), el amor era considerado poco menos que un imposible, y la garza el símbolo del casi milagroso acceso a ese sentimiento puro y libre que, superando todas las ataduras terrenales, alza el vuelo. La poesía mística se nutrirá también de la simbología profana para representar en la figura de la garza al alma pura que asciende en busca del Amado al cielo.
Laura, cuyo nombre viene del latín ‘laurus’ (laurel), árbol consagrado al dios Apolo, protector de la poesía, sabe bien todo eso, como tampoco ignora que comparte su nombre con el de la mujer que fue musa y amor platónico de Petrarca, de modo que comprende que, como en el romance del Conde Olinos, amar no puede consistir en otra cosa que en alentar el vuelo libre de la garza, cuyo porte en el aire no tiene parangón con el del ave quieta en el humedal: el amor como ideal al que se aspira muere en muy poco tiempo cuando la garza se encarna en mujer terrenal: todo amor, en definitiva, sólo puede sobrevivir en tanto que procura la libertad del objeto amado.
Y Laura, que nació tierra adentro en mitad de un vasto paraje de secano y se encuentra justo ahora en la mitad a secas de su vida, en el breve instante que dura el impulso y la remontada del ave, presencia toda una vida en la que, pese a haber cultivado su inteligencia y ensanchado su sensibilidad y su mente, pese a haber trabajado, creado , compartido, construido, fue claudicando un poco – sólo un poco, pero siempre un poco- hasta el punto de llegar, imperceptiblemente, a perder lo más valioso que tenía, lo único que de verdad importaba conservar: su libertad. Quieta sobre la duna siente de pronto frío y comprende que también para ella ha llegado el momento de remontar e irse, de alejarse del angosto pedazo de suelo que aún le queda tras haberlo cedido centímetro a centímetro: de marcharse, por fin, de levantar el vuelo.
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