Siempre he desconfiado de las personas sin sentido del humor, y considerado una de las mayores bienaventuranzas la de saber reírse de sí mismo, porque nunca dejará uno de divertirse a su propia costa. La risa, como le oí decir a mi profesor de teatro español del Siglo de Oro, José María Díez Borque, es lo que, junto al lenguaje, distingue a los seres humanos de los demás animales, y por lo tanto es desde el más estricto Humanismo que reivindicamos la necesidad de dejar fluir el humor en libertad, por más irreverente o inapropiado que nos parezca. En este país nuestro, que inventó la comedia teatral moderna, que optó por el humor – ahí tenemos a Quevedo– como medio de neutralizar el profundo y terrible “dolor de España” que aun hoy continúa sacándonos tan hondas carcajadas de las entrañas, resulta sin embargo cada vez más escasa en la escena pública la risa inteligente propia de los humanos, que bien poco tiene que ver, como ya ustedes comprenden, con la grotesca perplejidad tontorrona y un poco como de vergüenza ajena a la que nos tiene acostumbrados el sainete ramplón de nuestra vida política. Los seres humanos hablan y se ríen. Y cantan. Y a veces incluso hacen a un mismo tiempo tales cosas. Por eso cuando supe que una de las tres últimas cupletistas que aun siguen en escena iba a visitar la Casa de Aragón en Madrid, me bajé de aquellos cerros donde suelo perderme los fines de semana para asistir al deseado concierto: el de la zaragozana Corita Viamonte, “la última violetera”, quien mantuvo un hilarante diálogo con el piano que la acompañaba; porque hay muchas formas de humor, claro está, desde las viñetas de humor gráfico hasta los populares chistes, pero entre los múltiples formatos con los que el arte nos presenta esas píldoras de inteligencia que tanto nos hacen reír, convendrán conmigo en que uno de los más difíciles envoltorios para el humor es el de la música. Pues bien: no sólo por las letras llenas de picardía de los cuplés, bien conocidas del público, se asomó a las caras de los asistentes una sonrisa más grande que un piano, sino por la habilidad de quien tal instrumento allí tocaba, el Maestro José Félix Tallada, quien con su pericia hizo saltar en varias ocasiones las risas del público congregado en la sala.
Y no nos confundamos: el humor picarón de las cupletistas no es patrimonio exclusivo de la derecha más rancia de nuestro dolorido país, como a veces se cree. A mí me enseñó a disfrutar de las letras de esas canciones, cuando aún era una jovencita de las de risa tonta, un aristócrata italiano anarquista, profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Siena, por lo que tal vez sea de las pocas personas de mi generación que vio tocar el violín y cantar en vivo a una anciana Olga Ramos, “la reina del cuplé”, en su local de la calle de la Palma antes de haber alcanzado la mayoría de edad. Y esas cosas marcan. Se aprende a decir sin decir, por no ofender, pero a decirlo todo, y bien clarito, y a no tener vergüenza. ¿Vergüenza de qué, y por qué?, me preguntaba yo tras el castizo espectáculo aderezado de violetas y regaderas. Si allí estaba también el saxofonista de jazz Pedro Iturralde quien, hablando de sus viajes y de los distintos idiomas que había aprendido en ellos se marcó, para ilustrarnos sobre las posibilidades cómicas del italiano, un buen chiste en este idioma de los del género de los cornudos… Y es que así da gusto: cuando hasta las teclas del piano se empeñan en hacernos reír, comprendemos que todavía queda alguna esperanza para este país nuestro de todos los demonios…
Una sonrisa como un piano
Por Susana Diez De La Cortina Montemayor
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