Los ciclistas sufrimos con rigor la maldición del mal tiempo en domingo. Varios temporales han azotado el Somontano y por eso esta mañana la amenaza lluvia me tentaba a capitular entre las sábanas templadas de mi cama. Sin embargo, la llamada redentora de un buen amigo me hacía levantar de un brinco. En breves instantes pedaleábamos por unos caminos, a menudo polvorientos pero ahora pesados y llenos de trampas fangosas a modo de sirenas saliendo de cada charco para seducir a estos ingenuos marinos.
Se dice que: «Ventana en Monzón, agua en Aragón”. Por el oeste aparecía un cielo muy gris y al este el sol se abría a porrazos entre las nubes. No quedaba otra opción que elegir pisar más piedra que barro y en esa tesitura adaptábamos la ruta al terreno mientras caían rápidos los kilómetros. Casi tanto como el latir emocionado de mi corazón por haber recuperado un domingo perdido de antemano. ¡Ay! , pero de reojo ya veía cómo poco a poco desde el este unas hordas volanderas de algodón blanco y su trasfondo de jirones oscuros se cernían a traición sobre nosotros. Sin soplar una triste brisa acababan por atraparnos en su bárbara emboscada y por fin la lluvia caía helada e insistente a pesar de que los chubasqueros ya estaban enfundados durante una pausa con colofón en forma de plátano engullido a toda prisa. Sólo el calor de nuestro cuerpo y las ansias de victoria daban alas a unos pedales que giraban frenéticos en la última subida, larga y desafiante. Parecía que el mismísimo diluvio anegara un paisaje desdibujado tras las gafas chorreantes. No ha sido así. Conforme llegábamos de nuevo al hogar, audaces y orgullosos encarábamos la infame intemperie. En un veloz descenso llegábamos a Barbastro sin opción a las despedidas por lo que lamentaba no poder dar un abrazo a mi rescatador compañero. El domingo que viene repetiremos sabiendo que otro invierno inminente brindará nuevas aventuras para disfrutar muy cerca de casa…aunque llueva a cántaros.
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