El pasado día 12 de febrero, Javier Barreiro, autor, entre otros muchos libros, del entretenidísimo “Alcohol y literatura”1, nos dio una conferencia en la Casa de Aragón en Madrid sobre ese tema que, además de erudita y bien documentada, a mí me resultó enormemente divertida, casi tanto como lo fue después la lectura de su libro. Aunque no soy ni abstemia ni dada tampoco a los excesos etílicos –y menos cuando escribo –, sin embargo siempre tengo presentes las enseñanzas que trataban de inculcarme a la hora de comer mis mayores: aquello de que en la mesa no se juega ni con el pan ni con el vino, para lo que les bastaba aseverar categóricamente: “El pan y el vino son de Dios”.
Dejando a un lado la innegable alusión del dicho a la eucaristía cristiana, por la cual se produce esa milagrosa transustanciación del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo, en el dicho de mis mayores había más que nada –o así lo entendía yo – la enseñanza de que hay que respetar esos dos elementos nutricios, tan primarios como necesarios, de los que nos provee la naturaleza para nuestra subsistencia. De hecho, en siglos pasados el vino se bebía rebajado en agua puesto que la salubridad de ésta era las más de las veces dudosa, el agua potable escaseaba y además en las tinajas se corrompía mucho antes que las bebidas fermentadas; y por otro lado, constituía la base de las primitivas sopas medievales, que no eran otra cosa en origen que tajadas de pan empapadas en vino. Crecí, por lo tanto, respetando un elemento que en el ámbito familiar del que procedo tenía la consideración de alimento de consumo diario al igual que el pan, y pese a ello, no recuerdo haber presenciado escenas de grandes borracheras en mi familia cuando era niña. No obstante, restringir la sacralidad del vino a la tradición judeocristiana sería un error de bulto; es innegable el valor simbólico que tiene en nuestra tradición mística, San Juan de la Cruz menciona “el mosto de granadas” y el “adobado vino/ emisiones de bálsamo divino” en su Cántico Espiritual, donde dice:
«En la interior bodega
de mi amado bebí, y cuando salía,
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía
y el ganado perdí que antes seguía».
Pero no olvidemos que igual valor simbólico tenía el vino en la tradición mística sufí, de la que la castellana –nunca mejor dicho– bebía. El vino está presente en muchísimos versos del poeta persa del siglo XIII Rumi:
«[…]Apura la copa de la pasión
y camina sin vacilar
por el sendero de la Verdad[…]»
******
«Pasea junto a mi tumba y te embriagarás.
Permanece demasiado tiempo
y toda tu alma embriagada quedará.
Ve al océano
y todas las aguas se embriagarán.
Muere y sé enterrado,
y toda la tierra embriagada quedará.
Después, cualquiera que pase junto a tu tumba,
embriagado quedará».
******
«[…] Toda mi experiencia y poesía
caben en una simple copa.
Si el vino no viene de la mano del Amado
¡de él no beberé ni un solo sorbo!».
También abundan las alusiones al vino en los poemas del chino Li Po (711-762), por mencionar sólo un par de casos ilustrativos de lugares, épocas y civilizaciones distintas:
«Bebemos animosos bajo los bambúes,
la luz ya palidece y la luna se enfría.
Cantamos borrachos, y se espantan las garzas,
que a medianoche alzan el vuelo en la playa».
******
«Frente a frente bebemos, se abren las flores.
Una copa, una copa, y otra copa más.
Borracho, tengo sueño; os lo ruego, marchaos.
Mañana, si queréis, venid con vuestra cítara»
******
«[..] Antaño era un amante de lo que hay en la copa,
y ahora es sólo polvo debajo de los pinos.
Su tortuga de oro la dio a cambio de vino,
al recordarlo empapo mi pañuelo de lágrimas».
Ahora bien, nuestro autor de “Alcohol y literatura” pone en cuestión las interpretaciones que “a lo divino” se han hecho de los versos de poetas clásicos, y pone como ejemplo al persa Omar Khayyamm (1048-1131), a quien ayer mismo oí al poeta palestino Mahmud Sobh darle el sobrenombre de “poeta del vino”, pero al que, en palabras de Barreiro, “se le ha intentado arrebatar toda su singularidad y la potencia heterodoxa de su mensaje relacionándolo con los sufíes e interpretando sus metáforas desde el punto de vista religioso: así, la taberna sería la primera etapa del sendero espiritual, el vino simbolizaría la verdad y la copa, el corazón, puesto que contiene el vino que hace conocer a Dios único y verdadero. La embriaguez sería el éxtasis producido por la fe, que lleva a la contemplación y al misticismo”.2
La embriaguez mística es semejante a la del enamoramiento profano, a esos estados de euforia emocional a veces poco comprensibles salvo si se los compara con los inducidos por ciertas drogas o por el alcohol. Como en ellos, a la exaltación le sobreviene la resaca o incluso el delirium, de donde se concluye que a todo exceso, a toda exagerada elevación, le sigue su caída. Desternillante, a la par que certera, es en el libro de Barreiro la semblanza del escritor romántico y sus epígonos, desde el maldito hasta el bohemio, a los que sin embargo no deja de tratar con cierto cariño:
«Si la sociedad prescribe las buenas formas, el matrimonio, las prácticas piadosas, el respeto a las jerarquías y prescribe las drogas, la pereza o el alcohol, el romántico rechazará aquellos valores y cultivará estos: usará ropajes diferentes y también procurará que lo sea su estética: será vago y, a menudo, grosero, se juntará con mujeres de vida alegre, se reirá de empresarios y militares, se emborrachará buscando los licores de mayor efecto, perseguirá los paraísos artificiales […] Pero el romántico, el hombre que sufre, anhela y crea, es también un transgresor, alguien que transita las trochas de la heterodoxia vital. Más brevemente, un psicólogo diría que es un neurótico y muy pocos creadores saldrían para desmentirlo y defenderse. El católico Maurois, autor de famosas biografías y, por tanto, buen observador del alma de los escritores, lo resumía con optimismo: “La neurosis hace al artista y el arte cura la neurosis”. El asunto de la proximidad del genio a la locura ya lo había planteado Aristóteles cuando la depresión se llamaba melancolía. Y hoy no hemos avanzado demasiado en cuanto a la solución de los trances y laberintos que, hace veinticinco siglos, enunciara el genio de Estagira.
Sí que sabemos […] que las depresiones y neurosis son mucho más frecuentes entre escritores que entre músicos y pintores. De la misma manera, el alcoholismo tiene una incidencia unas tres veces mayor entre quienes se dedican a la literatura que en otros artistas».3
Pero, más allá de la experiencia mística o erótica, llamando al pan, pan y al vino, vino y volviendo al puro y duro estado de embriaguez, ¿por qué son los escritores más proclives a él que otros artistas? Según Javier Barreiro tal vez porque, como nos comentó con humor en su conferencia, puede resultar muy difícil tocar bien un instrumento en estado de embriaguez, pero no suele dificultar la expresión escrita (la oral, diría yo, ya es otra cosa), e incluso a veces parece favorecerla; pero, en opinión de Barreiro, la verdadera razón hay que buscarla en que el escritor es por naturaleza un inconformista, un transgresor. Escribir es tratar de ser original, “pero no original a ultranza”, nos aclara, porque entonces parece que uno está inventando mediterráneos, cosa que cada vez es más difícil. El escritor tiene que tener sensibilidad, pero no en el sentido que se le atribuye comúnmente: “la sensibilidad no es que te emocionen las cosas que a ti te afectan”, dijo, “sino que te emocionen las cosas que les afectan a los demás”. Y es que, frente a la enfermedad, se tiende a pensar en el alcohol como en un “equilibrador emocional”, pero en general, dice Barreiro, no se escribe buena poesía o relato bajo los efectos del alcohol. Nos habla de multitud de escritores borrachines y putañeros, de todas partes del mundo y de todas las épocas, algunos tan conocidos entre nosotros e inusitadamente juerguistas como Menéndez Pelayo o Dámaso Alonso, quien lo pasaba mal por su respetabilidad, y se arrepentía… Distingue entre bebedores y alcohólicos, y nos habla, por ejemplo, del ilustre representante de nuestra cultura hispana, Rubén Darío, que era de estos últimos. Y por último, preguntado por el panorama literario actual en nuestro país, no dudó en calificarlo de “nauseabundo” y “grosero”, en el que se observa una absoluta “falta de respeto por el Arte” –sobre lo veraz de estas afirmaciones, lo único que les puedo asegurar es que saludé al autor un rato antes de la conferencia, y parecía sobrio–.
‘In vino veritas’, dijo Plinio el Viejo, significando que los borrachos, como los locos y los niños, siempre dicen la verdad. En fin: es costumbre cerrar este tipo de actos con una copa de vino en la mano, al objeto de prolongar la charla un rato más de manera desinhibida y relajada, y estoy segura de que así se hizo aquella tarde; yo –y mucho que lo sentí– me tuve que marchar por causa de un compromiso previo, lo digo con la mayor envidia hacia los que sí se quedaron. Paradojas del destino, ser escritora y amante de la literatura, y no poder tomarse un vino para rematar un acto como éste… y eso sin ser abstemia.
1 Barreiro, Javier: Alcohol y literatura. Menoscuarto Ediciones, Palencia, 2017.
2 Op.cit. pág. 42-43
3 Op.cit. pág. 56-57
Leave a Reply