Sobre las hazañas de Alfonso I El Batallador y las de Don Martín el de Aragón, la doncella guerrera de nuestro Romancero.
Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores. A veces, además del sesgo de quien la escribe, la historia -una historia, cualquier historia- puede contarse a medias y requerir posteriormente de un proceso de reelaboración y relleno de lagunas que acabe alterando completamente el sentido de los hechos. Todo esto se me vino a la cabeza hace unas semanas cuando, en la presentación en la Casa de Aragón en Madrid de la novela histórica “Batallador”[i], los autores del libro que narra las hazañas bélicas de Don Alfonso I “El Batallador”(1073- 1134), nos introdujeron en ese maravilloso mundo épico de las aventuras medievales que tienen que ver con la Reconquista: “Alfonso I el Batallador ingresó por méritos propios en esa particular mitología de la Reconquista, un selecto y refinado club hecho de arrojo y leyenda a partes iguales”[ii], dice de él Alberto de Frutos, en un artículo en el que se pregunta por qué el monarca dejaría al morir su reino a los Templarios en su testamento. Otro misterio más de nuestra historia.
Muchas fueron, en efecto, las hazañas bélicas de aquel héroe aragonés, problemáticamente casado con la heredera de Alfonso VI de Castilla y reina de León, Doña Urraca, pero del cual se sabe, a juzgar por lo que cuentan los autores de “Batallador”, José Luis y Alejandro Corral, que gustaba más de la intimidad de caballeros que de la de damas, por muy contradictorio que esto pueda parecer dicho de alguien con tal sobrenombre. Y esa aparente contradicción fue la que me llevó a recordar el romance de “La doncella guerrera”, en la que el hijo del rey se enamora de un misterioso caballero de dulce mirada, de nombre Martín de Aragón, que resulta que no es sino una moza disfrazada:
Pregonadas son las guerras de Francia para Aragón,
¡Cómo las haré yo, triste, viejo y cano, pecador!
¡No reventaras, condesa, por medio del corazón,
que me diste siete hijas, y entre ellas ningún varón!
Allí habló la más chiquita, en razones la mayor:
—No maldigáis a mi madre, que a la guerra me iré yo;
me daréis las vuestras armas, vuestro caballo trotón.
—Conoceránte en los pechos, que asoman bajo el jubón.
—Yo los apretaré, padre, al par de mi corazón.
—Tienes las manos muy blancas, hija no son de varón.
—Yo les quitaré los guantes para que las queme el sol.
—Conoceránte en los ojos, que otros más lindos no son.
—Yo los revolveré, padre, como si fuera un traidor.
Al despedirse de todos, se le olvida lo mejor:
— ¿Cómo me he de llamar, padre? —Don Martín el de Aragón.
—Y para entrar en las cortes, padre ¿cómo diré yo?
—Besoos la mano, buen rey, las cortes las guarde Dios.
Dos años anduvo en guerra y nadie la conoció
si no fue el hijo del rey que en sus ojos se prendó.
—Herido vengo, mi madre, de amores me muero yo;
los ojos de Don Martín son de mujer, de hombre no.
—Convídalo tú, mi hijo, a las tiendas a feriar,
si Don Martín es mujer, las galas ha de mirar.
Don Martín como discreto, a mirar las armas va:
— ¡Qué rico puñal es éste, para con moros pelear!
—Herido vengo, mi madre, amores me han de matar,
los ojos de Don Martín roban el alma al mirar.
—Llevarasla tú, hijo mío, a la huerta a solazar;
si Don Martín es mujer, a los almendros irá.
Don Martín deja las flores, una vara va a cortar:
— ¡Oh, qué varita de fresno para el caballo arrear!
—Hijo, arrójale al regazo tus anillas al jugar:
si Don Martín es varón, las rodillas juntará;
pero si las separase, por mujer se mostrará.
Don Martín muy avisado hubiéralas de juntar.
—Herido vengo, mi madre, amores me han de matar;
los ojos de Don Martín nunca los puedo olvidar.
—Convídalo tú, mi hijo, en los baños a nadar.
Todos se están desnudando; Don Martín muy triste está:
—Cartas me fueron venidas, cartas de grande pesar,
que se halla el Conde mi padre enfermo para finar.
Licencia le pido al rey para irle a visitar.
—Don Martín, esa licencia no te la quiero estorbar.
Ensilla el caballo blanco, de un salto en él va a montar;
por unas vegas arriba corre como un gavilán:
— ¡Adiós, adiós, el buen rey, y tu palacio real;
que dos años te sirvió una doncella leal!
Óyela el hijo del rey, tras ella va a cabalgar.
—Corre, corre, hijo del rey que no me habrás de alcanzar
hasta en casa de mi padre si quieres irme a buscar.
Campanitas de mi iglesia, ya os oigo repicar;
puentecito, puentecito del río de mi lugar,
una vez te pasé virgen, virgen te vuelvo a pasar.
Abra las puertas, mi padre, ábralas de par en par.
Madre, sáqueme la rueca que traigo ganas de hilar,
que las armas y el caballo bien los supe manejar.
Tras ella el hijo del rey a la puerta fue a llamar.
Esta versión, recogida por Menéndez Pidal[iii]en su “Flor Nueva de Romances Viejos”, parece ser una de las más completas de este romance de asunto novelesco y, según un estudio comparativo de Manuel Alvar, de posible procedencia asturiana. En ella los primeros versos sitúan la acción y justifican la participación de la doncella en las guerras por el hecho de haber sido “pregonadas”, mientras que otras versiones comienzan directamente aludiendo a la falta de hijos varones del padre, obligado a la leva: “La falta del pregón inicial hace que las versiones peninsulares necesiten habitualmente de una personal iniciativa por parte de la doncella, iniciativa que desvirtúa la esencia de la narración”[iv].
Aunque son muchos los romances que relatan hazañas femeninas, este romance en concreto no pretende dar a entender que su protagonista fuera a la guerra por envidiar la suerte del varón en lo de correr aventuras libremente por esos mundos, espada en mano y a lomos de un caballo, (otros romances hay, desde luego, de tema parecido a ese, en los que la enamorada se disfraza de paje o escudero para estar de esa guisa al lado del caballero que ama, o para salir a buscar, o incluso sustituir en la batalla, al marido ausente, etc.); independientemente de lo que a nosotros nos pudiera hoy gustar que ese romance nos dijera, lo cierto es que justifica la intervención de la doncella en su sentido del deber, es decir: lo hace para librar a su padre de la deshonra de una vejez que le impide ir a la guerra, y a su madre de la maldición de no haber engendrado hijos varones. No hay que olvidar que en la sociedad medieval hay una fuerte adscripción a la tierra y la dama es, como el caballero, antes que nada terrateniente: los matrimonios eran la forma contractual de mantener o acrecentar la propiedad, pero, llegado el caso, si había que ir a la guerra, se iba, con tal de mantener la hacienda. La trama de la historia, sin embargo, es la misma en todas las versiones del romance: la doncella pasa dos años batallando hasta que el hijo del rey, prendado de sus bellos ojos, intuye que no se trata de un varón, sino de mujer, y urde con la madre una serie de pruebas para desenmascarar a la doncella. Pero esta, como discreta, actúa en todo momento como lo haría un hombre para evitar ponerse en evidencia. Ante la última prueba, la del desnudo, es cuando ya no le queda más remedio que escabullirse, pidiendo licencia al rey para acudir a ver a su padre enfermo. Ella misma, al volver a su casa, revela su identidad, lo que provoca que el hijo del rey salga a caballo tras ella. Siguiendo una versión tetuaní bien conservada de este romance Manuel Alvar resume así el desenlace, tras descubrirse la suplantación: “El hijo del rey se casa con ella, y todas sus otras hermanas, con duques y condes”. De ese modo, la doncella consigue para su estirpe un notable ascenso, semejante al del Cid cuando casa a sus hijas, emparentando con la realeza.
El final del romance, con el regreso de la moza a su lugar, con su río, su puentecito, sus campanitas de la iglesia de tantas resonancias rosalinianas, me hizo también recordar que precisamente fueron los poetas románticos, de cuya lectura tanto gozaba Don Ramón Menéndez Pidal según le oí decir a quien más sabe de estas cosas, Jesús Antonio Cid Martínez, porque preside precisamente la fundación que custodia el archivo del Romancero Menéndez Pidal-Goyri, quienes volvieron la vista hacia la maravillosa Edad Media y, tal vez, redescubrieron la tradición romancística, rellenando las lagunas de algunas de sus historias con esa mezcla de rebeldía, emoción y misterio tan típicamente románticos, y transformando el saturnino sentido del deber de una familia sin hijos varones obligada por vasallaje a acudir a la guerra en un cuento de princesas de Disney tan al gusto de nuestros días. El sacrificio por el sentido del deber o las aventuras románticas de una doncella rebelde… sea como fuere, ¡no me digan que no tenían su punto esas guerras de antaño, con sus batalladores homosexuales y sus doncellas disfrazadas de hombre! Y es que no se puede comparar: como en el Romancero Viejo, ni en Juego de tronos…
[i]José Luis y Alejandro Corral (2018): Batallador. Editorial Doce Robles, Zaragoza.
[ii]Alberto de Frutos (2012): “Alfonso I El Batallador, rey de los Templarios”.
[iii]Menéndez Pidal, Ramón: Flor Nueva de Romances Viejos (1946). Colección Austral, 6ª edición Editorial Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires.
[iv]Manuel Alvar (2006):“Cinco romances de asunto novelesco recogidos en Tetuán” Biblioteca CVC.
Hay una versión recitada de este romance en línea: https://www.youtube.com/watch?v=uuShIFRl6kI
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