Hace unos días comenté en esta columna mis impresiones acerca de una mesa redonda con científicos aragoneses que tuvo lugar en la Casa de Aragón en Madrid con ocasión de la XVIII Semana de la Ciencia. Días más tarde, sigo pensando en ello y preguntándome si los científicos nos tienen tanta admiración a los que somos “de letras” como nosotros se la tenemos a ellos por ser “de ciencias”, admiración que ha llegado hasta el punto de que hayamos intentado secundar sus sistemas de análisis y aplicar a las humanidades el método, los lenguajes formalizados y las maneras de proceder de las ciencias, con resultados bastante dispares.
En el siglo XX y lo que va de este hemos visto surgir un renovado interés por el lenguaje debido, por una parte, al llamado “giro lingüístico” de la filosofía, pero sobre todo derivado del intento de dotar a las máquinas de esta facultad humana. Las necesidades del desarrollo informático y de los lenguajes de programación han tenido la consecuencia de que los filólogos abordásemos el estudio de las lenguas naturales como si de una ciencia exacta se tratara. Los resultados de esos esfuerzos son muy llamativos y han revolucionado nuestra vida cotidiana: ahora podemos hablar con una máquina y lograr que nos entienda y nos responda, o que acate nuestras órdenes sin siquiera acercarnos a ella; podemos convertir textos escritos en mensajes de voz y viceversa, podemos traducir cualquier texto a innumerables idiomas con una rapidez pasmosa… El avance ha sido sin duda espectacular para la robótica y la inteligencia artificial, pero quizás no tanto para el estudio mismo del lenguaje ni de las otras disciplinas humanísticas. El desajuste entre el veloz avance de las ciencias y el lento discurrir de las humanidades tiene como consecuencia la “crisis de valores” que aqueja a nuestras sociedades desarrolladas.
Al hilo de lo que expusieron los investigadores aragoneses se suscitaron en torno a la mesa redonda sobre biotecnología cuestiones cuyo trasfondo ético abocaba a una reflexión que, a todas luces, iba más allá de los límites estrictamente científicos: ¿queremos acabar con las enfermedades, el dolor y el sufrimiento, o diseñar un “superhombre” de laboratorio?, ¿alimentar a toda la población, o monopolizar el control de los alimentos? Ya hemos visto que tratar de “domesticar” a la naturaleza puede tener consecuencias desastrosas. Sabemos que la misma tecnología que puede hacer que los invidentes no necesiten leer para acceder al contenido de un texto, podría convertir a los videntes en analfabetos por lo mismo. Tenemos la capacidad de crear microorganismos que devoren los plásticos de los océanos, y confiamos en ella para poder seguir consumiendo y contaminando sin remordimientos. El problema es que quienes alertan sobre los peligros de los avances científico-tecnológicos incontrolados son tenidos socialmente por elementos retrógrados y catastrofistas a los que nadie quiere escuchar porque vienen a ensombrecer la optimista fiesta del “progreso” con sus “crisis de valores” y sus “cuestiones éticas”. Así se expresaba en una de sus recientes publicaciones el filósofo y escritor Juan Antonio Negrete Alcudia:
«Como sentenció Wittgenstein, de lo que no se puede hablar hay que callar. Todo eso de los valores queda en el ámbito de lo subjetivo, construido, etc.: de lo inasequible racionalmente. La edad moderna piensa que solo es objeto de conocimiento lo que es tratable científicamente. Por tanto, la filosofía tiene que hacerse ancilla scientiae como en la Edad Media fue ancilla theologiae. Muchos filósofos comparten esta tesis, y disfrazan su quehacer filosófico de quehacer científico, con lo que resulta ser pseudocientífico (ya sea pseudocientífico-natural, ya pseudocientífico-humanístico).
Sin embargo, la filosofía no resulta eliminable, porque el sujeto moderno percibe, más o menos inconscientemente, que no funciona esa dicotomía entre hechos-cognoscibles y valores-incognoscibles-subjetivos. Cuando también la filosofía reivindique su autonomía para pensar lo ideal-normativo sin esa dependencia servil de lo fáctico y de lo subjetivo, recobrará su prestigio… si los tiempos históricos tenían previsto tal cosa».
Para las humanidades, convertidas en ‘pseudociencias’, el peligro del analfabetismo de sus investigadores es enorme, por eso los filósofos del lenguaje advierten sobre la necedad que supone el tratar de aproximarse a las humanidades únicamente desde una posición formal. Dilthey defendía la necesidad de abordar las humanidades con otro tipo de método diferente al científico: el lenguaje científico no es capaz, por ejemplo, de abarcar todo lo que hay de connotativo en las lenguas naturales, y menos aún en la literatura o en las otras artes.
Ahora que asistimos a la degradación de la homeopatía y la acupuntura, otrora con tanto prestigio, a ‘pseudoterapias’ por parte de nuestro gobierno (con lo que parece que caen junto a las humanidades con pretensiones de cientificismo en el saco de las ‘pseudociencias’) no está de más recordar que los jóvenes científicos que nos acompañaron aquella tarde mostraron una gran sensibilidad hacia los problemas del humanismo, éticos y hasta estéticos. Y se habló también, claro, de lo que siempre acaba aflorando en estos casos: que se necesita mayor inversión en investigación. Pero acerca de esa queja que, sin duda con toda razón, expresan los científicos, me pregunto si existe una misma sensibilidad común sobre el derecho que tienen moralmente a reclamar otro tanto esos otros investigadores “pseudocientíficos” que son los historiadores, los literatos, los sociólogos, los filósofos… Hace falta más dinero para investigación, es verdad. Pero no sólo eso. Porque el dinero siempre es de alguien. El dinero –quizás sobre todo el destinado a la investigación– tiene dueño. Y el dueño del dinero es el que decide en lo que se investiga y en lo que no.
A día de hoy se sigue dando el caso de que muchas de las investigaciones en humanidades se llevan a cabo sin financiación ninguna, de ese modo la libertad del investigador es casi completa, algo envidiable… pero si la investigación no llega a término, no pasa nada: es solo dinero, tiempo y esfuerzo del investigador de turno lo que se pierde. Y tampoco pasa nada si los resultados de la investigación contravienen los intereses de los dueños del dinero, pues… ¿qué crédito hay que dar a estos cenizos? ¡Bah! ¡Charlatanes! ¡Pseudocientíficos!, o por hacerle un guiño a Luis Landero: ¡Invertebrados!
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