Contempla cómo su sobrina abre el envoltorio del regalo que acaba de entregarle con la carita iluminada por la ilusión. Conoce bien las dos acepciones de esa palabra, que alude al entusiasmo del deseo tanto como al engaño de la fantasía. Ambas le inspiran igual desconfianza. De niño –por su bien, le dijeron– quisieron una vez recortarle las alas con el chantaje de los regalos navideños; pero aun así, por estas fechas sigue teniendo ciertas ilusiones (solo que las encuentra inconfesables). Últimamente siente que la libertad que tanto aprecia está en juego cada vez que la joya de sus días (a la que quiere solamente para sí, aunque no le guste admitir lo que no deja de parecerle sino una inaceptable paradoja), la niña de sus ojos, su tesoro mejor enterrado, le sonríe entrecerrando los ojillos. Se resiste a hacer lo que le pide, a cumplir lo que sabe que ella tanto desea. Una vez, siendo un niño, el núcleo donde se alojaba su ilusión se arrugó como una pasa en el centro de su pecho, notó el doloroso encogimiento tras el esternón cuando sus padres, por supuesto por su bien –porque a veces no hay más remedio que castigar a un niño para que aprenda–, le negaron el regalo de Navidad que tanto había deseado. Ella, la niña de sus ojos, también le arrebatará sus ilusiones, seguro. Si le muestra su amor, podrá chantajearle.
No le trae lo que le pidieron sus ojillos tiernos, pero ha comprado otra cosa que es mucho más valiosa y que ha guardado cuidadosamente dentro de una cajita muy pequeña en el fondo de su maleta. Saber que ese regalo está en su sitio le hace latir fuertemente el corazón. Imagina la ilusión de su niña pero no puede evitar temer que, si se lo regalara finalmente, ella podría despertar emociones dormidas y jugar con sus sentimientos, apoderarse de su corazón. Cuando se encuentran, no le da la cajita que le ha traído. A ella, sin embargo, no parece importarle tal cosa lo más mínimo porque el regalo es él, el hombre que ha encendido su ilusión; le roza un instante el pelo hirsuto de la mejilla con la palma de la mano y le acaricia, trazando apenas breves círculos bajo la clavícula, ligeramente el pecho en el lugar exacto donde se encuentra la glándula timo que regula las emociones, sabiendo que él se siente feliz pero indefenso, que un estallido de energía se abre paso entre sus dos pulmones y lo ahoga, que quisiera no dudar y quererla, regalarle las nubes de formas increíbles y todas las estrellas rutilantes, subir hasta las cumbres para traerle las nieves perpetuas que aun no ha pisado nadie, viajar al otro cabo de la tierra y conseguirle el nácar más brillante del irisado interior de una rara caracola… y no puede soportar tanta felicidad: la ilusión se trocará en engaño, la esperanza mostrará otra vez ser de la sustancia de las vanas imaginaciones, y con el regusto amargo de quien conoce el doble sentido de la palabra ilusión desde niño, ofrece a su sobrina la cajita, en lugar de entregársela a esa mujer risueña para quien la eligió, la niña de sus ojos, la que lo ha visto todo mirando en lo profundo de los suyos, porque ha logrado acariciar un instante sus emociones encogidas en la glándula timo como por el helado frío de unas nieves perpetuas que aun no ha pisado nadie, porque ha llegado hasta el cabo más distante de su corazón, ese lugar lleno de tornasoladas caracolas donde no hay ninguna cajita escondida, ningún regalo condicionado. Y porque se ha quedado ya a vivir en ese lugar, tranquila y esperando, simplemente, como una joya dentro de su estuche, sin hacerse ilusiones: confiando.
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