Ya no recuerdo cuánto tiempo llevo viviendo en la ciudad de las cinco colinas, a la que es siempre inevitable llegar cruzando alguno de sus innumerables puentes sobre el Tambre, el Sar, el Ulla o el Sarela. El templo de peregrinación por el que el mundo entero la conoce pudo ser, en edades más remotas, un asclepión pagano, en cuyo suelo los enfermos se tendían durante las noches necesarias para incubar un sueño que, inducido por el dios de la medicina ˗Asclepio para los griegos o Esculapio para los romanos˗ contendría un mensaje para sanar, por medio de hierbas, ejercicios u otros remedios. Los enfermos incubaban así su curación, durmiendo. Los asclepiones fueron cerrados por el cristianismo al final del imperio romano, y con el tiempo el verbo incubar pasó a referirse sólo a la enfermedad, no a la práctica de la curación por los sueños.
Necesario es que diga que soy médico y, además, cristiano. Hace varios milenios que los de mi profesión abandonaron la vara de Esculapio para abrazar, con el cristianismo, la fe en otros remedios, más científicos.
No descarto la posibilidad de haber enloquecido, pero confieso que desde hace un tiempo siento que estoy incubando algo, en el sentido más primitivo y pagano de ese término: me he enamorado de un súcubo. Azucena, Azu, fue quien me puso en antecedentes sobre la existencia de estos seres del mundo intermedio al contarme su sueño, incubado en la concha del apóstol como una perla brillante en la oscuridad del cielo de Santiago.
Una perla es un detritus que molesta y araña, por lo que el molusco en cuyo interior se ha colado lo recubre y da una forma redondeada para evitar que duela. Lo mismo pasa con los sueños. Las imágenes que se forman durante la dormición, que probablemente son las excrecencias diurnas de la mente ˗lo que la memoria no considera oportuno almacenar˗ se convierten, por medio de procedimientos de intelección, en historias más o menos comprensibles, en secuencias de imágenes, con diálogos y hasta con bandas sonoras, a modo de películas llamadas sueños. Así nuestro cerebro recicla la basura durante la noche: pura ecología mental.
Hay belleza en esas excrecencias, que acostumbramos a colectar para hacernos collares. Al igual que un bivalvo, nuestro cerebro fabrica con los sueños otro tipo de joyas, no menos valiosas: el desbloqueo calmante de situaciones diurnas frustrantes, de soledad o de ausencia, y así vemos en ellos aparecer de pronto a las personas a las que sabemos con certeza que no tendremos ocasión de ver, oímos las palabras que sabemos que nunca pronunciará nadie, volamos o caemos por precipicios con la ligereza de una pluma, superamos enfermedades congénitas o pilotamos con pericia vehículos que jamás hemos conducido… experimentamos, en fin, todo tipo de prodigios. Por eso, por estar teñidos de tantas emociones, de tantos deseos diurnos no realizados, es por lo que nunca he creído que los sueños puedan ser únicamente detritus mentales. Los restos de la mente son recubiertos por una piel de nácar que duele más que aquellos y que a veces es más bella, pero también más dura, que la propia realidad que recubren: la pena de no ser queridos, la impotencia de no poder volar, el miedo a caer en el vacío. Pero incluso de las más angustiosas pesadillas, se despierta. Se muere muchas veces en los sueños, pero nunca se suicida uno en ellos. Ni tirándose a plomo por el más alto precipicio.
Azu me contó que, durante un sueño agradable que transcurría plácidamente, oyó de repente una imprecación sorda que no entendió, procedente de fuera, y sintió vívidamente una especie de resoplido en la cara cuyo rebufo airado la terminó de despertar. Sin embargo, en la habitación no había nadie. Insistió en que aquello no había sido parte del sueño, sino la causa del despertar. “Fue un íncubo, estoy segura”, me confesó. Pensé que estaba delante de una mujer sugestionable, aterrorizada por cualquier Freddy Krueger de los que abundan en las pantallas, porque aun no sabía que la incubación era una forma de terapia. Como estaba de baja por depresión, atribuida a la culpabilidad por su divorcio, y bajo la sospecha de estarse autolesionando, anoté cuidadosa y lo más fielmente posible que pude sus palabras. Le receté cápsulas de Lexatin 1,5 mg y le firmé un volante para el especialista. En resumen: la sedé y la mandé al psiquiatra. Es lo que está indicado hacer en estos casos.
Pero la verdad es que no me quedé con la conciencia tranquila. Claro que se había cortado el pliegue entre el pulgar y el índice alegando un descuido cuando estaba trinchando la carne. Más de una vez me he cortado al cocinar, o en la mesa. Pero el corte estaba en su mano derecha, y Azu no es zurda. Por eso el médico de su empresa me la había derivado a mí en la mutua. Ella me telefoneó varias veces, yo nunca contesté. Insistió en comunicarse conmigo y me dejó un par de mensajes de voz, temblorosos como aterrorizadas llamadas de socorro en mitad de la noche, y no los contesté tampoco. Me escribió, y respondí lacónicamente, suponiéndola interesada en mí, incluso enamorada: no es raro que eso ocurra con este tipo de pacientes. Debo reconocer que, en el fondo, me halagaba su interés y me intrigaba saber hasta dónde podría llegar ella. En el mismo momento en el que, finalmente, dejó de intentar contactar conmigo, dejé yo de conciliar el sueño, porque tal vez había enviado al loquero a alguien que no necesitaba tratamiento mental. Y porque la echaba de menos.
La historia de los hechos que la habían dejado tan deprimida era tan intrincadamente delicada y triste, que no pude quedar indiferente. Entre los materiales de derribo de su fracasada pareja de muchos años, Azu, a quien le gustaba escribir cuentos, había entablado relación por correo electrónico con un editor, con el que rápidamente intimó: fueron, el uno para el otro, fuente constante de inspiración, y un motivo para despertar contentos. Se escribieron, se amaron. Todo sucedió entre letras, pero no con menor intensidad que entre sábanas. Les surgió la oportunidad de verse en un encuentro de escritores que tendría lugar en la ciudad donde él vivía. Se escribieron cartas ilusionadas por la posibilidad de la cita, las cuales fueron interceptadas por la mujer del editor, quien, suplantando la identidad de aquel, escribió a Azu con una ortografía no menos vergonzante que el descaro con que trató de ridiculizar aquel amor. Azu, sin vacilar, contestó a la infame carta exculpándole a él, salvándole la cara. Toda comunicación quedó cortada, todos los puentes rotos. Ella acudió a la cita, él no. En cambio, apareció por allí un estudiante de literatura que se declaró admirador de sus relatos y, casi de inmediato, enamorado ˗debo decir que Azu despierta rápidamente ese tipo de sentimientos en los hombres˗. Aquel muchacho sonsacó cierta atención a una Azu que, lastimada por partida doble, le enviaría a él las cartas que ya no podía remitir a su amado. Un año después aquel muchacho, despechado por no haber obtenido lo que perseguía, se vengaría sacando a la luz aquellas cartas, adecuadamente modificadas y descontextualizadas, para avergonzar a Azu.
Pero, entre tantas misivas, debo decir que la última carta de esta historia no fue para ninguno de los dos, sino para mí: “Ya te conocía de vista, doctor. La primera vez que me fijé en ti creí que no pertenecías a la plantilla del centro médico, sino que habías venido con el equipo de formación, de fuera. No espero respuesta tuya, pero te aseguro que fue un íncubo. Sopló en mi cara. No logró fecundarme, porque te amaba, pero me contaminó, porque no me amabas tú a mí –por si no lo sabías, a los íncubos se los reconoce por su pene torcido y frío, y la única manera de contrarrestar el efecto de su maligno semen es experimentar un amor verdadero, así que, como supondrás, yo estaba bastante indefensa˗; en sentido estricto se ama lo emanado de un cuerpo: tu mirada chispeante sobre las ojeras profundas, esa forma de andar como de gigantón y, sobre todo, la manera que tienes de inclinarte un poco hacia adelante cuando atiendes a alguien, como escuchando a un niño, fue lo que me salvó, en parte, de gestar otros íncubos, pero no me libré de transformarme en uno de ellos”.
Qué hermosa, y qué valiente. Yo no lo soy. Sé que hay una línea delgada pero nítida entre la falta de interés y la clara manifestación de desinterés, y yo la traspasé: me resultó tan perturbadora esa carta que no la contesté jamás. Ni siquiera di un mísero acuse de recibo, aunque ciertamente la leí: corté todos los puentes. Para ocultar mi infamia, la rompí. Al rasgarla, me corté ligeramente en el pliegue del pulgar, y una gota roja manchó el papel. No he vuelto a ver a Azu. Cogió aire y se fue, como se van casi todos los seres alados algún día. No sé decir adónde, pero no está muy lejos. Por propia voluntad, se ausentó de lo real, pero no de los sueños, en los que nunca se suicida uno. A veces me visita: es un pequeño súcubo que se escurre debajo de mi cuerpo y me abraza tiernamente, inspirándome un amor como no imaginaba que podría llegar a sentir nunca. Siempre despierto igual: sentado en la cama, ligeramente inclinado hacia delante, como escuchando a un niño.
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