Cuando, en 1997, leí el poema “El acróbata”, en la primera antología en castellano de Wisława Szymborska que se publicó bajo el título de Paisaje con grano de arena, todavía no podía ni siquiera imaginar que tendría dos hijas que harían acrobacias. El poema me llamó la atención por muchos aciertos, como las repeticiones que parecen evocar el vaivén del trapecio, o la precisión con la que Szymborska atrapa con palabras la rapidez de los movimientos del acróbata, que “conspira contra lo que es”, desafiando la gravedad, el espacio y el tiempo, de modo que “llega tarde a su propia caída”:
El acróbata
De trapecio
en trapecio, en el silencio
que sigue al redoble de tambor de repente mudo,
cruza el aire sobresaltado, más veloz
más veloz que el peso del cuerpo que una vez más
una vez más llega tarde a su propia caída.
Solo. O menos que solo,
menos, por tullido, por falta de
alas, una gran falta,
una falta que le obliga
a bochornosos vuelos por encima de la atención
desnuda y desplumada.
Con penosa ligereza
y paciente agilidad,
en un rapto de calculada inspiración. ¿Ves
cómo se dispone a volar?, ¿sabes
cómo de pies a cabeza conspira
contra lo que es?, ¿sabes, ves
con qué astucia repta a través de su forma anterior y
para asir en un puño el mundo oscilante
saca de sus adentros unos brazos recién concebidos?
bellos pese a todo en este único
este único instante, que además ya es pasado[i].
Pero, al releerlo hace unos días, me pareció que la descripción del acróbata como un ser tullido[ii] -porque no tiene alas- es, sencillamente, genial. Si tuviera alas, no tendría mucho mérito lanzarse al vacío para tratar de asir “el mundo oscilante”, esa barra de trapecio que el acróbata agarra con “unos brazos recién concebidos”, en el último instante, justo antes de caer.
Por supuesto, resulta chirriante la contraposición entre la idea que tenemos de un acróbata (el más osado de todos los atletas porque realiza sus piruetas en el medio más hostil, el vacío) y la condición de tullido. En esta fuerte oposición conceptual está, sin embargo, lo magistral de la metáfora, porque sabemos que la fuerza del acróbata reside en su extraordinario físico, pero ¿dónde reside su valor? En última instancia, es el valor el que le hace superar su condición de “tullido” para atreverse a volar sin tener alas. El valor, como la determinación, la compasión, el amor u otras cualidades semejantes, no reside en los músculos, porque no es cosa del cuerpo, sino del alma. Y el alma no puede morir.
Para un acróbata, su propia vida depende de la imprescindible fuerza de sus brazos; pero su determinación a volar depende de su valor, y el valor pertenece a otra dimensión. Por eso cuando el cuerpo -que es siempre, en alguna medida, la parte tullida de cada persona, porque está abocado a envejecer y a morir- pierda su fuerza, quedará sin embargo en el acróbata, intacto, su valor.
Cuando miro a mis hijas haciendo impresionantes acrobacias, mucho más que la fuerza de sus músculos me enorgullecen su confianza, su equilibrio y su valor, ese valor que es el mayor índice de la libertad de su alma, porque en definitiva, como dejó escrito Novalis: “La fuerza se deja reemplazar por el equilibrio, y todo hombre tiene que sostenerse en equilibrio por ser éste el estado genuino de la libertad”.
[i] De Paisaje con grano de arena, Wisława Szymborska, traducción de Jerzy Słavomirsky y Ana María Moix
[ii] Etimológicamente el término viene del verbo arcaico “toller”, que a su vez deriva del latín “tollere”, que significa ‘quitar’ -se entiende que algún miembro del cuerpo- en el caso de este poema, las alas.
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