Noviembre es del color húmedo y rojo de las tierras arcillosas empapadas de lluvia, que anticipan el otro rojo invernal, vivo y seco, de las chasqueantes brasas del hogar.
A Alberto, que así se llama el que, como todos los que son altos, parece algo encorvado, le gustan los colores y le gusta pintar. Mientras escucha –aunque parezca que no atiende– pintarrajea sobre cualquier soporte (el envés de un folleto, la cara en blanco de la última circular, la servilleta de papel que nadie usó) lo que siempre acaban siendo figuras femeninas a las que, sin poder evitarlo ni tampoco intentarlo, les acaban saliendo unos mismos rasgos faciales: los de su profesora de francés. No recuerda quién fue el que le contó que una vez a Max Aub le preguntaron si se sentía valenciano, alemán, español o francés, y él contestó que era, como lo es todo el mundo, de donde hizo el bachillerato. El corazón de Alberto, desde luego, es de su profesora de francés, la de bachillerato, la que le puso aquel primer examen en noviembre, el mismo día de su cumpleaños.
No sabe si va a cumplir dieciocho u ochenta y un años, pero sabe –y eso sí que lo sabe con total seguridad– que todavía es noviembre. Lo sabe por los azules y los rosas, por la última luz de crisantemos y membrillos, porque ha vuelto a repasar el vocabulario que entra en el examen y, mientras memoriza las palabras ‘bonheur’, ‘désir’, ‘tendresse’, van surgiendo de la mina de su bolígrafo aquellos rasgos inconfundibles de quien, casi con treinta años más que él, le enseñó a diferenciar la u de ‘tu’ y la de ‘amour’, redondeando los labios con inocencia. La indecente inocencia que se aprende en el bachillerato y ya nunca se olvida, la que a Alberto le vuelve a la memoria cada mes de noviembre.
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