Ya lleva más de diez minutos dándole vueltas en las manos, enguantadas en látex azul, a una lata de melocotones en almíbar, y los empleados empiezan a mirarla inquisitivamente. Ha tenido que esperar en la puerta un buen rato, hasta que salieran algunos de los clientes que estaban dentro, para que el mínimo aforo garantizase que se pudieran mantener las preceptivas distancias de seguridad entre los compradores. Cada tanto, levanta la vista de la etiqueta de papel que cubre la lata, y se vuelve a mirar hacia la puerta de la tienda. Ha venido sola porque no hay otra manera de salir de casa. No tiene un perro que sacar a pasear, y aunque lo tuviera, está prohibido hacerlo en compañía. De pronto, la mascarilla se le pega a la boca con una inhalación de sorpresa, consecuencia de la sonrisa espontánea que no ha podido evitar: en la puerta acaba de aparecer un muchacho moreno, que camina ligeramente cargado de hombros, como les sucede a los hombres altos que son también algo tímidos. Se acerca a tres metros, a dos metros, a un metro y medio… Ella casi se ahoga.
- Güen diya. Qué tal campas?
- Muito contenta de bier-te.
- Se planta fuerte? Tiens augüeta n’ os güellos…
- No puedo alentar con isto, por ixo ploro…
Durante unos segundos intensos los dos se sonríen, se hablan, se besan, se tocan, se acarician con los ojos, a metro y medio de distancia, hasta que la voz de un dependiente los despierta:
- ¡Siguiente, por favor, pasen por caja, que hay gente esperando!
El muchacho se pone serio un instante, y con cierta angustia pregunta:
- Antonzes, dica mañana, aquí?
- Dica mañana, mozet.
Y ella paga los poco más de dos euros que cuesta su lata de melocotones, con tarjeta de crédito, por supuesto, y apenas puede ver los números del datáfono a través de las lágrimas.
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