Hace unos días, la víspera del confinamiento, desde la ventana de su apartamento en Madrid Natalia miraba entretenida a la gente congregada el domingo a mediodía en la terraza de un hotel del centro de Madrid. Le llamó la atención la despedida en plena plaza de una pareja que acababa de salir de aquel hotel tan caro. La mujer, esbelta y elegante -y adinerada, a juzgar por la calidad de su maleta y sus ropas- estaba de espaldas, y un hombre joven y con elaborado tupé, que dejaba asomar por el cuello en pico de su jersey los colorines de un tatuaje en lugar del esperado vello varonil, amasaba, literalmente, los glúteos de la dama. Se preguntó por qué una mujer así se dejaría acariciar tan burdamente en medio de la calle, y concluyó que debía de estar muy enamorada. Entonces se volvió, y Natalia pudo ver que se trataba de una mujer mayor, de muy buen aspecto, sí, pero mucho mayor que su acompañante.
“Ah”, se dijo, “¡era eso!”, y de inmediato se reprochó a sí misma sus prejuicios. ¿O es que acaso un hombre joven no se puede enamorar de una mujer madura? ¿Acaso no ha habido parejas así en todas las épocas de la historia? ¿Acaso no se ha dicho siempre que la unión erótica más perfecta es la de la mujer cincuentona con el veinteañero, y no al revés, aunque sorprenda menos? “Además, se ve a todas luces que ella es mucho más guapa e interesante que él”, se dijo a sí misma Natalia, con la solidaridad tal vez algo despechada de las mujeres aún atractivas que han dejado atrás la juventud. “Lo lógico es que él esté enamorado de ella hasta las trancas”.
Y, sin embargo, cuando aquellos dos se separaron y cada uno cogió una dirección distinta, ella hacia la cercana estación de Atocha y él hacia una boca de metro, no logró despojarse de la sensación de desagrado que la visión de aquella pareja le había causado. Un encuentro seguramente interesado. Sexo a cambio de dinero. La satisfacción de sentirse nuevamente deseable en los brazos de un hombre joven y no en los de un marido panzudo y con la coronilla casi calva.
Con tales pensamientos, Natalia entró en el apartamento que en otros tiempos fue la modesta vivienda de sus padres, comprada con mucho esfuerzo en el último piso sin ascensor de un edificio de estrecha fachada e interior sombrío; por esas cosas de la vida, tras un periplo laboral itinerante e inestable, Natalia, que vivía en un chalet en Ciudad Real, había conseguido plaza definitiva en Madrid y pernoctaba en ese piso de lunes a jueves, pues su marido, empleado de banca, tenía pocas ganas de pedir el traslado a la capital y, ambos, menos ganas aún de convivir maritalmente a diario. Así que a Natalia el anuncio del estado de alarma la había inmovilizado en aquel piso angosto, pero sin causarle, la verdad, demasiado fastidio. Un empleado nuevo, asturiano como ella, había ido a parar a la misma oficina hacía pocas semanas y le alegraba las mañanas con su resplandeciente sonrisa, y también algunas tardes, ya que ambos estaban solos en aquella ciudad llena de salas de exposiciones, de teatros, de cafeterías. Natalia tenía un puesto sólido directamente bajo el subdirector general; el muchacho, rescatado del paro por el SEPE, cubría la baja por enfermedad del conserje. Pero siempre se trataban con simpatía y de iguales, como paisanos.
El teletrabajo los separó físicamente, pero aumentó las oportunidades de contacto: qué tal estás, ¿toses?, yo tampoco, mira este vídeo, jajaja, qué pesado el director, esto de trabajar en línea es un aburrimiento, mira lo que he preparado para cenar, me voy a tomar un vino a tu salud, etc. De a poco, el escenario de las fotos que él mandaba cambió del comedor al baño; la cara dejó paso a los bíceps; la juventud, la fuerza se convirtieron en un espectáculo diario. “Cuando acabe el encierro, te mostraré el resto”, le dijo un día, “una mujer de tu edad sabrá apreciarlo”. Ella se sintió abochornada, incómoda pero también un tanto halagada; estaba segura de que no había querido ofenderla con de la edad, que había pretendido referirse a su buen gusto, a su experiencia de mujer de mundo. Se acordó de la pareja de la plaza. ¿Y por qué no? Natalia de seguro no era tan rica como aquella mujer, pero sí guapa, elegante y culta, como ella. Se refrescó en el baño minúsculo del piso de sus padres, apenas un aseo con un plato de ducha, y se contempló en el espejo. No se disgustó, pero tampoco se sintió segura. Antes de irse a dormir, le contestó: “Estás como un tren, pero lo nuestro es imposible, tengo ya los cincuenta y tú estás a punto de cumplir los treinta, así que… ¡eres ya demasiado mayor para mí!” Y así, con un emoticono llorando de la risa, Natalia echó a perder lo que tal vez habría podido ser el mejor plan erótico de su madurez… pero segura de una cosa: ni el atractivo, ni la cordura, tienen nada que ver con la edad de una mujer.
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