Pese a lo que le oí decir en un acto oficial a un dignatario de la embajada alemana en España, Ludwig Wittgenstein no era alemán, sino un ingeniero austríaco nacido en 1889 que se trasladó a Inglaterra para profundizar sus estudios en los fundamentos de la matemática y de la lógica; pero en realidad no eran estos últimos lenguajes los que le interesaban, sino los de la música y, sobre todo, los que los seres humanos componen con el mejor instrumento del que disponen, esto es: a Wittgenstein le interesaban sobre todas las cosas las palabras. En 1914 se alistó voluntario en el ejército y se dice que desde las trincheras escribió, en parte, sus obras más revolucionarias. Después de publicarlas y discutirlas con los más grandes filósofos y matemáticos de su época, Wittgenstein volvió a Viena para construirle una casa a su hermana; y así fue como, en unos años en los que Carnap escribía «La construcción lógica del mundo«, Ludwig Wittgenstein se ocupaba de muros y fachadas y, sobre todo, de idear un hermoso jardín, puesto que a su hermana le encantaban las rosas.
Contrató Wittgenstein para esa tarea a un experto jardinero y florecieron multitud de rosas. Entre ellas, una un tanto escondida, sin ser la más perfecta ni la más hermosa, recibía una atención especial del jardinero por su particular aroma, suave pero intenso. La flor era pequeña, y su tallo esbelto pero no totalmente recto, y a pesar de ello el jardinero -en lo que Wittgenstein le daba la razón- encontraba su curva muy graciosa; tenía pocas espinas, las justas para poder llamarse rosa, y su corola no era ni más frondosa ni colorida que otras, pero se mantenía firme y apretada, tal vez por la sombra de la tapia, o por crecer en tierra bien oxigenada… quién sabe. El caso es que su jardinero la cuidaba con mimo y ella le respondió multiplicándose sin perder la frescura.
Wittgenstein, que admiraba todas las formas de belleza, se paraba a menudo a contemplar el cuidadoso trabajo del jardinero, y atento como siempre a las palabras, se sorprendió escuchándole decir a la rosa: «Tú das tu aroma a todos, ¿por qué no puedes, dime, contentarte con dármelo sólo a mí?». El filósofo, que ya era más inglés que austríaco para entonces, prestó gran atención desde aquel día a las conversaciones del jardinero con la rosa. Las palabras que le dirigía a la flor -cada vez más decaída, aunque todavía bella- le sonaron agrias en alemán a Wittgenstein, y le desagradaron. Por las tardes visitaba a la rosa, que apenas ya se abría de tan tímida, y le dirigía frases de aliento. Para alegrarla, le llevó un colibrí, pero ella temía que, si se explayaba demasiado, su aroma la delataría y despertaría las sospechas del jardinero. Los reproches y la ira la iban mustiando, y Wittgenstein comprendía que trataba de decirle algo importante, pero ella no conocía el lenguaje de las palabras, lo único que sabía era oler bien. Sin embargo, Wittgenstein era sin duda un tipo inteligente además de sabio, y al final comprendió lo que la rosa, harta de los reproches del jardinero, le estaba suplicando: «¡Córtame!». Y así ocurrió que Wittgenstein, que al fin y al cabo temía por sus manos como todo músico (y él lo era al igual que su hermano, para el que Ravel había compuesto su famoso concierto para mano izquierda, dado que había perdido la derecha en la guerra) protegiendo la suya con un guante del jardinero cogió la podadera, cortó la rosa y la colocó en un jarrón sobre la mesilla de noche de su hermana, donde la flor pudo dar en sus últimos días toda su fragancia, diciéndole con compasión y cariño aquello de «Los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo» por lo que luego se le recordaría -e incluso se le citaría en actos oficiales por dignatarios alemanes deficientemente educados en materia de Filosofía- como a uno de los más importantes pensadores de la historia.
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