En vista de que ahora hay una serie de Movistar titulada “Matar al padre”, que es como pensaba yo titular este artículo, y para evitar cruces insospechados por aquello de los misterios de los algoritmos, he decidido a última hora cambiar ese título por el de “orfandad”. La clave me la ha dado la reciente lectura de un trabajo de Ramón Acín sobre la narrativa de Martínez de Pisón y su afición al tema de la familia.
En el ámbito freudiano, “matar al padre” es la metáfora que encierra la supuesta necesidad psicológica de cada ser humano de la muerte simbólica de la figura de autoridad, del padre, como factor decisivo para alcanzar la edad adulta. La muerte del padre es la muerte de nuestra historicidad, de nuestra cultura y, en última instancia, la muerte de Dios. Matar al padre equivale a emanciparse de todo lo que nos sujeta, pasar del estado infantil caracterizado por la necesidad de aprobación, al del adulto que culmina un proceso de autoafirmación al hacerse cargo de su indefensión; sin embargo, ese ‘hacerse cargo’ conlleva la asunción de la indefensión en sí; de ahí surge, en el adulto, la “nostalgia del padre”: del Orden, de lo Otro, de la Cultura, de la Herencia. Matar al padre supone ingresar en ese vasto territorio de añoranzas que es la conciencia de la propia orfandad.
Dice Acín sobre las novelas del autor zaragozano que “cabe destacar también otra de las características claves de Pisón: la común orfandad que presentan la mayoría de sus protagonistas niños o de protagonistas en proceso de superar esa edad. A veces, esa orfandad se erige como elemento central en las tramas del aragonés. La orfandad como aprieto, pero, también, como obligación de enfrentarse, sin anclajes, a un destino incierto”.
El análisis de la narrativa de Martínez de Pisón que tan certeramente realiza Acín me suscita una reflexión, y es que todos somos, en el fondo, huérfanos, sea por muerte ‘natural’ del padre, sea por su ‘asesinato’. Todos tenemos que matarlo, como ya queda dicho por los psicólogos; pero escribir es, más allá de los bellos fuegos de artificio con que forjarse un estilo, una acción de rebeldía y audacia. El escritor es parricida por partida doble: tiene que matar a su propio padre y, además, a los de sus personajes. El problema viene cuando no hay un padre al que matar o la figura de autoridad no se asume como legítima, y lo que es aún peor, esa muerte no puede generar el sentimiento de “nostalgia del padre”: así fue la orfandad de la primera generación que comenzó a lanzar sus primeros fuegos artificiales literarios tras la muerte de Franco, orfandad de la que yo oí hablar por vez primera el 12 de abril de 1984 en el Ateneo de Madrid cuando se presentó allí mi primer libro de poemas, que reunió a algunos críticos y escritores de España y de Italia, además de a varios jóvenes poetas.
Y ahora viene otra reflexión inicial mía, la que iba a ser el tema central de este artículo antes de leer el de Acín, a saber: mi perplejidad siempre inagotable ante del hecho de que al poeta se le presuponga mayor veracidad que al narrador, casi autobiografismo puro, por aquello de que la poesía es más “sincera” y más “auténtica” que otros géneros literarios.
Eso es algo que, en mi modesta experiencia de escribidora de versos, no consigo aceptar. Lo biográfico me importa, en general, bastante poco. Ni me importa en el caso de los narradores ni en el de los poetas o los ensayistas. Cuando comencé a leer a Ignacio Martínez de Pisón en los primeros años de la década de los noventa ignoraba por completo que su orfandad no era ficticia, pero esa ignorancia, que me ha durado casi 30 años -pues lo supe por las palabras del propio autor hace apenas unos días en un charla coloquio en Jaca- no me impidió admirar el audaz entrenamiento del músculo rebelde de su narrativa. Si ahora releyese, por ejemplo, Nuevo plano de la ciudad secreta, no creo que aportase gran cosa a la lectura lo que haya podido saber a posteriori de la biografía de su autor, ni si la muerte de su padre fue un suceso real, simbólico o generacional. O todo ello a la vez. Porque son muchas las maneras en que pueden morir nuestros padres, y si se me permite parafrasearme a mí misma, al menos tantas como son nuestras formas de amarles.
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