“Ni primavera sin golondrina, ni alacena sin harina”, dice un refrán antiguo. El mantenimiento de la vida y sus eternos ciclos responde tanto al movimiento representado por las aves migratorias como al reposo de las despensas llenas.
Mucho hemos de aprender todavía de los antiguos dichos, sobre todo nosotros, los adultos dedicados a enseñar. Mario Bendetti dijo que “si las cicatrices enseñan, las caricias también”. El dilema no es si se aprende o no ˗se aprende siempre˗, el problema está en “lo que” se aprende. Si en la infancia temprana a un niño le faltó lo necesario, aprenderá que no se le reconoce ni siquiera el derecho a la supervivencia, o sea, a existir. Buscará él solo lo que su padre o su patria ˗dos conceptos de igual raíz etimológica˗ no le dieron. Lo básico, el alimento, le alejará de padre o patria, pues las migajas no le serán suficientes para subsistir, aunque entre una y otra vaya alguna caricia. Las cicatrices de un corazón tempranamente endurecido por no haber recibido de quien debía y podía dárselo el alimento básico son una de las causas más comunes de la migración. Padre y patria, o sea, las propias familia y tierra como primeros referentes nutricios, deben cumplir, antes que ninguna otra, la función primordial de alimentar a sus hijos.
Que las caricias enseñan más que las cicatrices parece contradecir la idea de otro dicho, el de que “la letra, con sangre entra”. No sé si la letra entra “bien” con sangre o no, lo que de seguro entra haciendo mucha sangre en los docentes es la LOMLOE, y algunos hablan ya, en tono de desastre, de lo que acarreará una ley educativa en cuyo espíritu está el evitar el abandono temprano y el fracaso escolar, o sea: que no haya repetidores ˗condición en extremo dolorosa para padres y alumnos˗, que es como decir que ya nunca más habrá sangre en la letra.
Aprender también depende de uno. Decía Buda que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. La opción de evitar a un zagal el dolor de tener que repetir ya no recae en el número de asignaturas que ha suspendido, sino en la decisión colegiada del equipo docente que lo evalúa. Entonces, se oyen cosas como “lo hacemos por su bien”, “para que no sufra el curso que viene” y otras de ese jaez. El alumno que no promociona ˗el que tiene vacías las alacenas del saber˗ tiende a huir del humillante sufrimiento: migra a otro centro escolar o a un ciclo de formación profesional básico que le evite llevar consigo el persistente olor a naftalina del fracaso. También el sufrimiento es un motivo de migración. Hay aves como las volandrinas ˗así se dice en aragonés˗ que llevan innato el instinto de migrar, pero otras deben aprenderlo de sus progenitores. Estas últimas son las más necesitadas de impulso.
Se migra por alimento, y para aprender; se migra persiguiendo la luz y el calor tan necesarios para reproducirse; se migra con la bandada o en solitario; se recorren largas o cortas distancias, pero siempre llega el momento de volar, porque vivir exige cambiar de rumbo cada tanto; vivir es aprender a detectar cuándo se ha errado el rumbo para rectificarlo: volandrinas que cambian de un curso a otro, de un centro a otro, de un ciclo formativo a otro… lo que no tiene sentido es seguir de residente cuando todos tus pares han levantado el vuelo.
Eso es como decir que no aprendiste a volar para migrar con ellos.
Volandrina que no migra, muere de frío.
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