El título de la maravillosa novela de Stefan Zweig, llevada al cine por Max Opphüls en 1948 con el mismo título, me ha venido a la mente como consecuencia de una carta que escribí a los seis años y que he recuperado gracias a mi tía, que me la envía por correo postal, dentro de un sobre: es una genialidad, le dije, enviarme por carta mi propia carta.
Las cartas contienen multitud de recuerdos que no siempre nos gusta que salgan a la luz después de tantos años, tal vez treinta o cuarenta. Incluso más, si uno va llegando a esa edad en la que ya solo puede leer sin impacientarse lo que haya sido escrito con la finura e inteligencia de Zweig y un escaso puñado más de artistas, como él, de la palabra.
La inspiración, es cierto, puede venir de cualquier parte, y en el momento más insospechado, pero es en lo más excelso del espíritu humano donde se debe comenzar a buscar cuando ya falta el tiempo de hacer experimentos, es decir: en lo que queda dentro de uno, decantado tras los años, como la carta aún sin abrir de una persona desconocida. Así lo reconozco en el humilde tributo que rinde este poema mío a la novela que les comento, y que comparto con ustedes con el rubor de quien viera aparecer unas palabras repletas de faltas de ortografía desde lo más remoto de su infancia:
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