De Federico Roca de Torres aprendimos el lunes, 27 de noviembre, la importancia de que en los recitales la sala quede en silencio, con el poema aún flotando tras la lectura, sin barullo de aplausos. Como en la música -comentamos más tarde conversando con la poeta Balbina Prior- el silencio también es importante: no se aplaude entre los movimientos de una sinfonía.
Esta ciudad en la que ahora paso parte de mi tiempo no deja de sorprenderme, casi a diario, con su poderosa vitalidad poética, que ayer tuvo expresión colectiva a través de la lectura de los poemas del último número de la revista Suspiro de Artemisa que dirige Calixto Torres y, hace apenas un par de meses, en la excelente Cosmopoética, muestra poética coral de la que desde hace ya siete años lleva la batuta el escritor Antonio Agredano.
Sobra, sin duda alguna, el ruido de los aplausos cuando se ha terminado de leer un poema como el que transcribo abajo, donde si uno cierra los ojos puede presentir esa llama del quinqué mientras, en el silencio, se reconstruye una melodía de Chopin que, en otro lugar, tocan las manos de la persona a la que se extraña (y la lluvia, y las lágrimas, y hasta la sangre, incluso):
Elegía
Me envuelvo en tu recuerdo
como en nieblas secretas que me apartan del mundo.
En la calle sonrío al amigo que pasa,
y nadie,
nunca nadie
adivinó mi muerte bajo aquella sonrisa
ni el frío sin consuelo de mis ojos que ciegan
pidiendo de los tuyos más desdén,
más veneno.
Ahora que la tarde se derrumba en las sombras,
y que el libro de versos resbala por mis manos,
ahora que la lluvia llora por los cristales
de mi ventana,
y llanto va a caer de mis ojos,
antes de que una mano encienda la dorada
llama de mi quinqué,
dime si tú no sueñas en tu balcón, ahora
que la lluvia nos une a los dos con sus lágrimas,
o si sobre el teclado de tu piano oscuro
agoniza Chopin
bajo tus manos trémulas.
Nunca sabrás el loco deseo que me tortura
de cautivar tus labios bajo mi boca ávida,
y sentir el latido de tu sien en mi mano
aprisionada como un pájaro aterido.
Pero no sabrás nunca nada de mi deseo.
Nada de cuando pienso desgarrar con mis dientes
los azules canales de tus venas
y juntos
morirnos desangrados, confundidas las sangres.
Pero estamos ajenos.
Yo sigo en mi ventana,
y tú soñando en otro mientras Chopin suspira,
ahora que aún no arde en mi quinqué la luz
y que a los dos nos une la lluvia con sus lágrimas.
(Pablo García Baena, de Rumor oculto, 1946)
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