Al hijo de Pasífae, habido con un toro blanco como la espuma del océano, le pusieron por nombre Asterión, “el adornado por las estrellas”, aunque fue más conocido por su sobrenombre de Minotauro, ya que aquella extraordinaria criatura nació con cabeza de toro y cuerpo humano. Pasífae fue el instrumento mediante el cual Poseidón castigó la desobediencia de su marido, el rey Minos de Creta, que no había querido entregar al océano su adorado toro blanco, haciendo que la mujer se enamorase perdidamente y llegase a concebir al monstruo copulando oculta con el toro desde el interior de una enorme vaca de madera construida por Dédalo.
Avergonzado por la criatura parida por su esposa, Minos encargó al mismo Dédalo construir el enorme palacio de Cnossos, en el cual se encontraba el laberinto donde quedó encerrado Asterión, el Minotauro, al que se sacrificaban cada año siete doncellas y varones jóvenes, que devoraba.
La historia es truculenta y retorcida como el propio laberinto, pues es nada menos que la hermana de Asterión quien consigue que su enamorado Teseo lo venza con el conocido truco del hilo. Al adulterio zoofílico de Pasífae se suma el fratricidio de Ariadna, y todo por causa, como de costumbre, del amor, la más perniciosa de las pasiones y fuente de los mayores desastres: los dioses saben muy bien cómo se ha de castigar con él a los humanos.
De modo que Asterión, el hijo del toro que adoraban los cretenses, en vez de enaltecido fue atrapado, vencido y dejado para siempre en soledad en la red acabada de tejer por su hermana. Su inventor, Dédalo, también sufrió una suerte desastrosa: para escapar del laberinto que había construido, y en el que Minos lo encerró junto a su hijo Ícaro para que no pudiesen revelar la salida, ideó unas alas cuyas plumas iban cosidas y pegadas con cera (pues, sin ayuda externa, solo los volátiles saben escapar del laberinto). Pero la cera se derritió por la temeridad de Ícaro, que quiso volar cerca del sol, y murió estrellado. Aquí va el meollo del asunto: la buena o mala estrella que a cada cual acompaña en su vida.
Soy un desastre, te oigo repetir a todas horas, y lo dices como romano y no como cretense ni menos aún como griego, ya que del griego viene cataclismo (inundación) mientras que desastre viene del latín (de la palabra ‘aster’ que significaba astro o estrella, pero con el desfavorable prefijo ‘des’ delante).
Como todos los que antes de Teseo fracasaron en su intento de salir del laberinto, sin estrella que guiase su camino, ‘des-astrado’ vas buscando desesperadamente algún resto de luz, la brizna de una estrella, el sol en el ocaso entre los montes, algún tímido haz donde brille el polvo suspendido al contraluz; pero yo, que no soy romana sino cretense o, más aún, sumeria, te digo siempre que, antes que Teseo, hubo otros héroes que se adentraron en lo más intrincado y en lo más profundo de las sombras y, algunos, volvieron con un ascua de luz para pintar el mundo de belleza, como haces tú. Como saben hacer los desastrados.
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