Tras las elecciones, si hay algo en lo que todos están de acuerdo es que, otra vez más y ya van muchas, han fallado todas la encuestas. Que sus pronósticos se parecían muy poco a lo que realmente piensan o han decidido votar los ciudadanos. Son el chivo expiatorio.
Seguramente si hubieran vaticinado resultados similares a los que se votaron, hoy los de Unidos Podemos no estarían deprimidos, los socialistas y Ciudadanos estarían más preocupados que lo que aparentan estar, y los de Rajoy serían felices, aunque se les venga encima un quebradero de cabeza. Las encuestas crean un serio desajuste porque presentan una expectativa que luego no se cumple.
Sin embargo estoy seguro que las empresas que se dedican a eso tienen sociólogos competentes, sus directivos son gente seria que intenta hacer su trabajo bien. Pero tienen que luchar contra sus deseos de rigor científico porque el mercado lo que demanda son muchos datos, que se demandan ahora y no dentro de tres meses, pero que ofrece un precio por el que solo se pueden dar esas cosas que no se parecen en nada a un estudio sociológico serio y digno de ser llamado una encuesta demoscópica.
Todos los días cada cadena de televisión, cada periódico, cada radio nos bombardeba con encuestas con las que mantener su espectáculo político, el circo. La política se está utilizando como un reality que mantiene embobados ante el televisor a los espectadores para ver quién la echa más gorda, quién dice la frase más ingeniosa, animados por un presentador que suda mientras desgrana los datos, supuestamente científicos, de la última encuesta que han encargado para seguir con su discurso. Y si entre estas a alguno de los que intervienen se le ocurre hacer un razonamiento sosegado que le lleve un minuto seguido, por el pinganillo el dicen al presentador que lo corte porque la audiencia se les va.
Incluso los debates supuestamente serios, a dos, a cuatro, a siete… se convierten en un concurso para ver quién resulta más agresivo, o más blando, quién tiene la ocurrencia más ingeniosa, o es capaz de decir la frase más dura mirando a los ojos y sin inmutarse, porque lo que importa no es lo que dijeron o lo que se les pasó, lo importante, el debate, empieza después. Con el presentador, el seboso, el graciosillo, la contundente… quien más les guste, someten al circo de gritones lo que decían o no los políticos, dónde estaban mirando, qué notas tenían en el atril, sin entrar ni diez minutos a reflexionar sobre los contenidos. ¡Ah, los contenidos, las propuestas, el rigor, qué cosas tan aburridas!
Así, estoy por reivindicar el digno trabajo de los jóvenes a los que les toca llamar por teléfono a unas 1.200 personas cada vez, que la mitad no les contestan, y de los que contestan, la mitad les miente, y con ese material tienen que darle al amo la encuesta para el programa de las 21 h. Me declaro resueltamente contrario de la política como espectáculo y espero que alguna vez podamos escuchar un debate de cosas con rigor, porque no necesitamos saber quién es más simple, más ingenioso, quién jugaba mejor a baloncesto, sino qué soluciones proponen y qué fundamento tienen.
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