Es una de las distracciones favoritas cuando pedaleo en compañía de mis amigos ciclistas. Si vamos en fila india dando relevos, en días de aire en contra, observo constantemente la rueda trasera de quien me precede. Esto, en parte, se debe a una cuestión de seguridad en previsión de un inesperado frenazo. Pero no puedo evitar que mis ojos se hundan, ensimismados, en la cadena y su rodar a través de los piñones y poleas. Es como si me dejara hipnotizar por una imagen muy placentera del sinfín de eslabones que recorren el eje de esa rueda trasera a la que me quiero pegar, casi rozando las gomas, para sentir protección contra el viento frenador.
Cuando voy solo por interminables rectas de carretera, agacho la cabeza y observo la cadena sobre el plato con sus bielas. Contemplo de reojo el equilibrio de un mecanismo que transforma mi humana energía en el ir y venir de unos pedales bailando sin parar un vals de eslabones que no dejan de repetirse hasta el infinito. ¿-Por qué no me canso de observar la cadena…?. Es quien me da la felicidad más sana, limpia y poderosa. Ninguna frontera limitaría mis trayectos ni nada me impediría empujar con tan solo mis piernas la vieja bicicleta. Admito ser seducido y fuertemente atraído por esos miles de frenéticos eslabones que rodando y rodando me abocan a un trance místico. Ensoñación que transita por veredas de libertad.
También me enseñaron, de pequeño, a caminar por las montañas sin dejar rastro. Y del mismo modo recorremos los caminos al pedalear. En nuestro viaje silencioso encontramos animales sorprendidos por quienes, como ellos, atraviesan los montes sin causar molestias ni dejar huellas que mancillen los parajes inmutados al paso de la máquina más bonita jamás diseñada.
Os invito a sentir esta mezcolanza de sensaciones tan sólo echándoos a la carretera o los caminos.
¡Viviréis sin duda los mejores ratos de ocio…!
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