Ana prende las ramitas secas de la chimenea con la llama de la primera vela del adviento, la época de la espera –y la esperanza– desde tiempos inmemoriales, no sólo para el cristianismo, pues en las edades más antiguas del Hombre los ritos solares de esta época del año, la de mayor oscuridad, consistían en prender llamas con las que propiciar el advenimiento del calor y de la luz nuevamente. Las tradicionales coronas de adviento se trenzan en forma circular –metáfora de las estaciones y de lo inacabable– con hojas perennes de coníferas que remiten a la eterna renovación de los ciclos naturales. Ahora que los días se acortan, la naturaleza descansa. Las semillas que el otoño cubrió de hojas nutricias comienzan su lento, silencioso y solitario proceso de germinación soterradamente, pero también el inicio de su ascenso hacia la luz. Todo en estos momentos debe aguardar pacientemente. Es periodo de espera, de ganar ese tiempo que acerca al renacer y que no es tiempo perdido, porque es vida que aguarda.
Desde que se quedó definitivamente sola, cuando su hijo se marchó con una beca al Instituto Max Planck de Munich, Ana se interna cada fin de semana por los caminos de tierra que suben hacia su cabaña entre los montes. La soledad no le asusta, ni tampoco los ruidos de la noche o la oscuridad de los barrancos. Ya solamente teme por quienes se preocupan de ella, sabiéndola tan sola. Por eso sube fotos a las redes sociales. Con las mil variaciones de un mismo paisaje, con una margarita o un bizcocho recién horneado les dice a quienes la quieren que ha logrado subir por los senderos embarrados, que ha llegado bien, que está contenta. Usa el plural a veces: se quedarán más tranquilos creyéndola acompañada.
Es su particular temporada de adviento: cada fin de semana sube los mismos cerros y enciende un fuego cuyas llamas mantiene altas, brillantes. No acepta las invitaciones que podrían distraerla en la ciudad. Como una Penélope que tratara de mantenerse fuera del alcance de los pretendientes con cualquier estratagema, cuelga una foto con dos copas de vino, que beberá ella sola. Ha aprendido a tejer y destejer las verdades visibles, ganar –que no perder– el tiempo que la acerca a la venida que aguarda, el advenimiento de lo que tenga que llegar.
Antes de volver a la ciudad, pone sábanas limpias y ventila la casa. Y deja una botella de buen vino en el botellero, no la de las mentiras piadosas, sino la que habrá de beberse, y ya no sola, al final del adviento, cuando vuelva el futuro anunciado con el nombre de Ulises, ese desconocido.
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