Sólo en épocas de penurias alcanza uno a saber cuánto le debe a los amigos, no sólo porque es en tales épocas cuando los que lo son de verdad se aprestan a echarnos una mano, sino, sobre todo, por la inapreciable ayuda que nos prestan para combatir ese otro tipo de pobreza espiritual e intelectual a la que nos conduce la confusión en la que vivimos. Podría poner tantos ejemplos de lo que digo como buenos amigos tengo, pero me limitaré a referirme a las últimas conversaciones que he mantenido con algunos de ellos. Así, hablando hace un par de semanas con el poeta Rafael Catoira sobre el ‘problema de los refugiados’, me señaló él muy certeramente que el ‘problema’ no son los refugiados, como pretenden hacernos creer, sino la guerra. Días después Antonio Fernández Heliodoro, gran amigo y artista, me recordó como tantas otras veces con su simple actitud que despreciar el valor de lo nutricio es la peor ofensa que puede hacerse a la naturaleza, ya que el hambre procede del desequilibrio y es la causa de que en muchos lugares del mundo otros seres humanos lleguen a pelearse e incluso a matarse entre sí por disponer de lo que nosotros desechamos. En busca de esos desechos acuden a millares a nuestras fronteras. Y si Catoira me había certeramente señalado que nuestro problema no son esos seres agolpados tras las alambradas, sino las guerras que les impiden la subsistencia en sus lugares de origen, Cristóbal Cobo añadió a estas reflexiones la idea de que la guerra es algo indeseable pero inevitable, ya que es consustancial al hombre, por lo que de poca ayuda ha de servir un ingenuo pacifismo que niega la realidad e inevitabilidad de ese mal. El desequilibrio en el reparto de los recursos causa el hambre y la guerra, y ambas cosas arrastran como consecuencia que haya refugiados, pero la guerra podría considerarse en ciertos casos incluso un mal necesario. Y a todo este caldo gordo de pensamientos vinieron a añadirse como nuevos ingredientes las ideas que, hace unas pocas semanas, con ocasión de la brillante defensa de la tesis doctoral del biólogo José María Adrover(i) , tuve la oportunidad de intercambiar acerca de lo que tan chapuceramente venimos denominando como “cuestiones de género” con uno de los miembros del tribunal, el prestigioso investigador Miguel Relloso Cereceda(ii) , al que me atreví a preguntar qué podía decir la ciencia sobre la violencia machista. De las muchas cosas interesantísimas que tuve el privilegio de escucharle decir (no me atrevo a decir que las comprendiera yo cabalmente todas), pude entender que los machos más agresivos –la agresividad en los humanos tiene que ver con la testosterona– genéticamente son los que presentan mayores deficiencias en su sistema inmunológico, lo cual tiene como resultado, explicándolo con palabras de andar por casa, que la propia naturaleza termina por excluir a los machos violentos puesto que estos, al buscar pelea más a menudo, se exponen también con mayor frecuencia a resultar heridos, y siendo inmunológicamente más débiles, antes o después resultan eliminados. Claro que, concluyó Relloso, eso entre los seres humanos no es así, porque no funciona la selección natural. Por supuesto, sigue habiendo una predisposición genética en ciertos machos de nuestra especie a ser más agresivos(iii) (y en ella quizás haya que buscar la explicación, al menos en parte, de que existan maltratadores), pero las sociedades humanas los reconducen e integran mediante procedimientos varios entre los que estarían la educación o la instrucción laboral.
El macho «agresivo» (según primera acepción del DRAE: “Dicho de una persona o de un animal: Que tiende a la violencia”) puede en una sociedad como la nuestra ser de utilidad cuando hay que hacer ese trabajo sucio, pero en opinión de algunos inevitable, que es reprimir o matar: genéticamente deficitario en el don de la empatía relacionado con las neuronas espejo, puede sin demasiado escrúpulo golpear con la culata de su arma reglamentaria al inmigrante indefenso para impedirle la entrada al reino del derroche (un ser humano con un genotipo menos agresivo no podría, tal vez, hacer tal cosa sin gran quebranto propio). En ese sentido el violento es incluso útil a la sociedad que opta por no eliminarlo, como sin duda hubiera hecho, sin la menor piedad, la madre naturaleza: “La agresión limitada tiene funciones sociales positivas. La selección natural en muchas especies, entre ellas la humana, favorece automáticamente a un mínimo la reproducción del genotipo que induce a una agresividad destructiva contra miembros de la misma especie”(iv) . Pero si el problema no es la guerra, ni la inoperancia de la selección natural en la especie humana, tal vez habría que buscar la raíz del mal en la selección social que, sustituyendo a la natural, en nuestra especie está marcada por el índice de pobreza: porque el pobre tiene miedo de que otro más pobre que él venga a quitarle sus privilegios. El problema radica, pues, en lo que Adela Cortina llama “aporofobia”: el rechazo al pobre.
El proceso de selección natural se lleva a cabo por medio de procedimientos de exclusión: los más fuertes e inteligentes, los más aptos para adaptarse al medio, sobreviven; la naturaleza deja excluidos a los que no presentan el genotipo más robusto. Sin embargo, en nuestra especie este fenómeno de exclusión natural no se produce, de modo que tiene que llevarse a cabo por otros medios. Uno de los factores que en las sociedades humanas produce un mayor índice de exclusión es el de la pobreza: a mayor riqueza, mejores posibilidades de supervivencia, en general, en nuestra especie. Los machos más agresivos, que buscan incesantemente pelea, ya no mueren aunque su sistema inmunológico sea peor; mueren en cambio aquellos que, disponiendo de un genotipo inmunológico a prueba de bomba, no disponen de los medios económicos necesarios para la simple subsistencia.
De ahí que Adela Cortina, con la introducción del término «aporofobia», por contraposición al de xenofobia, para designar la fobia al pobre (más que al extranjero, se odia al pobre que viene de fuera) esté en el fondo poniéndole nombre al procedimiento por excelencia de selección en nuestra especie. Aporofobia es el rechazo al pobre. “Pero la indiferencia es una forma de rechazo. No hacer caso a una persona que está en estado de necesidad es rechazarla”, dijo recientemente la catedrática de Ética y Filosofía Política en unas declaraciones en prensa.“Hay una tendencia en el cerebro a la aporofobia que se ha ido gestando a través de la evolución y consiste en apartar, abandonar e invisibilizar todo aquello que nos molesta”(v) . Para Cortina, la aporofobia es el motor del auge de los populismos, porque se rechaza al extranjero que es más pobre, no al más rico; se ensalza a cualquiera que tiene éxito en los negocios y se denigra o invisibiliza socialmente al mendigo sin techo.
Extraña forma de selección la nuestra, en la que los individuos agresivos (recuérdese: “que tienden a la violencia”) son honrosamente incluidos en la sociedad, y excluidos sistemáticamente aquellos que, pacífica pero perentoriamente, nos demandan solidaridad, refugio, ayuda.
[i] José María Adrover Montemayor es Doctor en Biología y trabaja como investigador en el CNIC (Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares Carlos III)
[ii] Miguel Relloso Cereceda es Doctor en Biología. Actualmente trabaja en el Laboratorio de Biología Inmunomolecular del Hospital Gregorio Marañón en Madrid.
[iii] «La agresividad es algo que compartimos con el resto de animales. Es una emoción, como el amor o el miedo. No es buena ni mala. No tiene connotaciones morales o éticas, simplemente es parte del instinto de supervivencia. La violencia es otra cosa. Es una agresividad consciente. Es un hacer daño queriendo hacerlo. Y para eso hace falta imaginación. Creatividad. El ser creativo es capaz de relacionar dos cosas que no tienen una relación natural. Su deseo de imponerse con la forma de conseguirlo, por ejemplo. El hombre sabe que siendo agresivo puede conseguir algo», aseguró en una entrevista para el Diario El Mundo el 9/03/14 David Bueno, investigador de la Universidad de Barcelona y experto en la genética del desarrollo y neurociencia.
[iv] Auping Birch, Juan: “Una revisión de la teoría psicoanalítica a la luz de la ciencia moderna”. Ed. Plaza y Valdés, 2000.
[v] Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, y Premio Nacional de Ensayo 2014. Las citas de este artículo se han extraído de una entrevista publicada el 25/06/17 por el diario La Voz de Galicia, con motivo de la publicación de su libro “Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia” (Ed. Paidós).
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