Una mujer, un pájaro, una estrella. Una montaña y, sobre ella, un árbol. Por encima del árbol, la aguda flecha de una bandada de ocas. Cosas que se recortan en el cielo.
Una montaña necesita de una amplia base sólida para no disgregarse y caer. Un árbol resiste cualquier vendaval si sus raíces se hunden sólidamente en la montaña. Las ocas adultas deben enseñar a sus crías a volar sobre las cumbres de las montañas, ya que sus rutas migratorias son aprendidas y no innatas, y por eso las aves jóvenes permanecen junto a sus padres, que se emparejan de por vida, en la bandada.
Suelen pasar los inviernos en las lagunas y marismas de España, Túnez y Argelia. En verano, es fácil ver por toda Europa las formaciones en uve de ánsares migrando por el azul del cielo. No es fácil distinguirlas sobre un fondo tan blanco como el de la pintura de Miró. Un cielo así parece más de boira que de luz: no se ve todo lo que está en él, su blancura oculta lo que hay en lo profundo.
Cuando, un par de días después de haber encontrado Zaragoza sumida en blanca niebla, volví a Madrid para pasar la Nochevieja, el nuevo año se me presentaba como un oráculo de imágenes no menos nebulosas: montaña, árbol y pájaro, contra un fondo muy blanco. Aun sin entenderlo en toda su profundidad, no dejaba de ser para mí bien significativo: los tres elementos del ascenso hacia el cielo. La vertical espiritualidad. La disgregación de la tierra que da lugar a la evolución.
Y ahí es donde aparece la cigüeña de Javier Arruga, o mejor dicho, la cigüeña que ‘es’ Javier Arruga, autor de tres libros de viajes, editados por Mira Editores, que componen su “Trilogía Aragonesa”: En el país de los cucutes. Un viaje a pie por los Monegros; Primavera en la Guarguera. Un viaje a pie por el Pirineo aniquilado; y Montes universales, gentes universales. Un viaje a pie por Teruel resiste. De esta última entrega turolense voy a hablarles hoy porque la he recibido de alguien a quien haber podido conocer en mi último viaje a Zaragoza ha sido ya regalo suficiente y largamente esperado.
No podía dejar de llamar mi atención que al autor, mutado en cigüeña macho, al final de su viaje a pie lo fuera a recoger la cigüeña hembra, su pareja. Hay algo muy significativo en esa mutación. Como garza, no pude dejar de sentir una inmediata simpatía por ambos. Los que migran saben bien que la soledad del vuelo no impide la pertenencia a la bandada. Que hay lugares para el encuentro, humedales donde descansar escondidos entre montañas, como lo es la Laguna de Gallocanta en Aragón. Las cigüeñas y garzas simbolizan fertilidad, amor de y por los hijos. Al igual que a las grullas, se atribuye a estas aves el don de la paciencia. Las ocas representan fidelidad conyugal. En China existía la costumbre de regalar una oca a la mujer amada para indicar ritualmente que había terminado la época incierta del cortejo y se pretendía ya comenzar algo serio, o sea, para toda la vida, pues los ánsares solo se emparejan una vez, y sus crías se incorporan también y para siempre a la bandada. De los viajes que nos ha dejado escritos la cigüeña llamada Javier Arruga, me quedo con el “Epílogo opcional” que cierra la tercera entrega, la turolense, porque en él se responde poéticamente a una pregunta que yo me he hecho más de una vez: qué es Aragón y en qué consiste el amor por esta tierra:
“Fue precisamente la cigüeña hembra quien me dijo que el final estaba bien, pero que no era ni suficientemente emotivo ni aragonés.
Tal vez.
Entonces me puse a pensar
en todos mis viajes por el orbe
y me di cuenta de que fuera a donde fuera, la fórmula siempre había sido igual: un pie humano tras otro humano pie
en los campos y veredas
y comprobé que ninguno destacaba sobre otro en mi recuerdo, incluso que no podía entender los unos sin los otros
en los cielos
y recordé que siempre me habían parecido el techo de una misma casa
en las aguas que había bebido
y que me habían sabido todas igual de buenas, el mismo sabor de un río que corre también por dentro de cada persona
de manera que pensé en las gentes
y comprendí que también todas eran una sola especie.
De acuerdo, me dije, pero yo, esta vez, no he salido de Aragón.
Entonces, ¿qué es Aragón?
Pues Aragón son esas gentes que cambian los acentos
y gritan su bondad
y tú
y tu
manera de hablar
tu manera de mirar
la tierra desnuda (comprendiéndola)
las montañas como una cosa tuya
y el agua como una ayuda
tu manera de aguantar el frío
el mucho frío
el calor
el mucho calor
el cierzo
el bochorno
de ver los atardeceres
la boira
la calima
la huerta
y los almendros en flor
pero sobre todo
Aragón es la espesa y distante luz de cada paisaje
y cómo la reconoces cuando vuelves
como si oliera
como si te abrazara
como si te hubiera estado esperando
para decirte que solo faltabas tú
y entonces te relajas
porque esta es tu casa
y eso es el amor
Si eres aragonés, piénsalo y lo entenderás. Y si no, tienes que hacer un viaje por sus campos y veredas, hablar con sus gentes, beber sus aguas, dejarte rozar por sus vientos, fríos y calores, amar sus montañas y descansar en sus llanos, sorprenderte por los árboles en flor y maravillarte del tamaño de cardos y borrajas… solo entonces podrás sentarte a esperar sin prisas a que te amen sus luces.
Ese es el viaje que he querido hacer y contarte.”
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