“Personas convivientes”, va mascullando Jorge mientras se cambia el chándal de estar en casa por el de salir a hacer deporte. Hace tiempo leyó en una estadística que la mayoría de las infidelidades se producen dentro del mismo barrio. Los amantes suelen citarse generalmente en los alrededores de sus domicilios, en algún hotel próximo, apenas tres calles más arriba.
Sale al aire cálido y transparente de la mañana de mayo, bajo el que solamente se ve a algunos corredores solitarios y a enmascarados cargados con bolsas de la compra. Dentro de un par de horas habrá niños correteando después de dos meses de encierro -entre ellos sus dos hijos-, acompañados del progenitor custodio con el que pasen el confinamiento – con su exmujer, en su caso-. Como padre preocupado por la salud de sus hijos, piensa en la insensatez que sería volver a abrir las aulas este curso, aunque, como maestro, él esté deseando volver al colegio, al igual que los niños.
Y entonces ocurre lo que estaba esperando: la ve aparecer a ella, por fin, a su mujer, la que le hace cantar el corazón, avanzando a buen paso al lado del conviviente con el que puede ya salir a pasear. No puede ver, pero sí adivinar, la muda súplica en los ojos ocultos tras las gafas de sol. Al cruzarse con Jorge, ella se lleva la mano derecha al corazón y se estruja la camiseta. Es todo cuanto puede decirle en ese momento. Jorge la ve alejarse, la ve entrar en su casa, donde vuelve a encerrarse con su conviviente, el que no le hace cantar sino que le estruja el corazón, a tres calles apenas de la suya.
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