El gran poeta aragonés Ángel Guinda, a quien tanto echamos de menos, me escribió una vez, concretamente el 19 enero de 2018, con la infinita bonhomía y generosidad que le caracterizaba (pues siendo de los más grandes, nunca se daba importancia), sobre mi libro La senda impar:
entre todos los poemas, uno suena y resuena en mi memoria («El puente»): «¿Azar? ¿Destino? / Lo que parece puente, / ¿será camino?»
La palabra ‘destino’ viene del verbo latino ‘destinare’, formado por el prefijo latino de-, que «indica separación y origen y a veces dirección de arriba abajo o idea de descenso», y el verbo ‘stanare’, que alude a estar de pie, estar fijo. «”Destinare” es algo así como “hacer puntería” y “destino” es como el “blanco”, o sea el objeto situado lejos para practicar el tiro con arco y flecha. Entonces destino es una “meta”y después tomó el significado de “hado”, o sea una fuerza incambiable que determina lo que sucederá en el futuro», nos dice el diccionario etimologias.dechile.net.
La idea de meta o destino está muy presente en estas fechas, en el viaje de María y José y en el de los Reyes Magos de Oriente. Y en el nuestro. Porque todos nos movemos, disparamos nuestro arco, lanzamos nuestra flecha, viajamos hacia una meta como consecuencia de ese “estar separados” que nos remite a un “origen” y a la idea de descenso (de arriba a abajo, del cielo a la tierra).
En mi poema la pregunta es si la meta no será otra cosa que el camino mismo, o si habrá, en última instancia, alguna meta que no sea más que la ilusión última de acertar, dar en el blanco.
No lo sé. Escribí ese poema sin saberlo, un puro interrogante. Pero en mi último libro -ahora me doy cuenta de la paradoja-, Migraciones, ya en manos de la que será, si no hay tropiezos, su editora, hay un verso que, ahora, me parece lapidario: “Nuestra meta no es otra que la llama”.
El fuego que se consume andando, en el camino. Ese debe de ser nuestro destino.
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