Penélope quiere y no quiere terminar la labor que está tejiendo como regalo para estas Navidades; de vez en cuando hace un descanso para continuar leyendo un artículo en el que el novelista que es su autor reflexiona sobre la dificultad de poner título a los libros. Mientras lo lee, suena en su teléfono la notificación de un nuevo mensaje. Lo abre con desgana: es otra felicitación, convencional y escueta, que apenas mira. Está aburrida de tejer y de contestar mensajes. No tiene ganas de hacer más punto bobo ni de responder más felicitaciones bobas. Si tuviera que decidirse por un título, sería La voz a ti debida, de Pedro Salinas, que a su vez él
tomó de un verso de la Egloga III de Garcilaso:
[…] mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida […]
Hubiera preferido oír la voz de quien la acaba de felicitar con un mensaje. Simplemente su voz, su timbre singular. No le apetece escuchar sus palabras, las del único hombre en el mundo al que desearía ver regresar y abrigar con el cobertor celeste que ha estado tejiendo. No quiere entender nada, ni soportaría más explicaciones; quiere, lisa y llanamente, percibir esa ligerísima tartamudez que le regala cuando se siente un poco inseguro y que a ella le produce tanta ternura. Le gusta el título “La voz a ti debida” porque la poesía es voz, es puro timbre, algo que identifica lo especial, lo inconfundible de cada instrumento y de cada persona, ese algo que hace que nos puedan resultar repugnantes unos tangos, aunque estén bien cantados, al recordar los que nos fascinaron en otra voz. No todo es cuestión de técnica, de fidelidad a la tradición o de perfección formal. No todo es saber hacer, hay que hacer con sabor, y por eso Penélope siempre ha sentido predilección por lo tartajeante e imperfecto, sin importar qué palabras son las que se atascan ni lo que se quiere decir con ellas, sólo por el intento, por la sonora intención que sale a trompicones por su causa, porque le es debida, porque es deuda de una voz que no puede pagarse con el simple mensaje “Feliz Navidad, amor”, así no, no le vale, quiere cubrir la madera de olivo del lecho nupcial de su juventud con la colcha tejida en su larga y callada espera, el silencio donde siempre retumba esa pequeña tartamudez que adora porque es ella su causa, y al fin aparta la labor y el artículo y contesta al mensaje: “Dame lo que me debes. Tu voz a mí debida”.
Deuda de Navidad
El mito modernizado de Penélope, la esposa del rey de Ítaca
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