En estos tiempos nuestros en los que la mayoría de la gente apenas puede distinguir un pino de una encina es fácil comprender que tampoco se distinga la verdad del engaño. Voy a exponer brevemente el paralelismo del caso: el árbol, símbolo celta de la casa espiritual de la comunidad, lo es también del conocimiento y de Cristo resucitado para los cristianos; aúna los cuatro elementos (tierra en las raíces, agua en la savia, aire en la copa, fuego al que nutre la madera); las raíces soterradas simbolizan lo inconsciente, mientras que la copa representa el ascenso de la mente racional hacia lo espiritual. En casi todas las culturas el árbol simboliza la eterna renovación de los ciclos –hay árboles aún vivos que brotaron en plena Edad del Bronce–, pero también la estabilidad y la firmeza, por eso las asambleas solían celebrarse bajo el Árbol del Concejo (del latín ‘concilium’, asamblea o reunión), y a su amparo tenían lugar las deliberaciones y los juicios: la palabra dada, y los tratos hechos al pie de estos árboles se consideraban inviolables, y por ende no sólo las decisiones del Concejo Abierto sino incluso las de los antiguos reyes se sometían al árbol totémico. Quizás el más conocido para nosotros sea el de Guernika, pero los árboles junteros regulaban la convivencia en casi toda Europa, y a su sombra se celebraban todo tipo de festejos. Y un árbol fue quien salvó a Susana de morir lapidada.
Dice el relato bíblico: “Moraba en Babilonia un varón cuyo nombre era Joaquín. Había tomado por mujer a una llamada Susana, hija de Helcías, muy hermosa y temerosa de Dios, pues sus padres, que eran justos, la habían educado en la Ley de Moisés. Era Joaquín muy rico y tenía contiguo a su casa un jardín” (13, 1-4). En aquel jardín –y no creo que de ahí venga la expresión coloquial de ‘meterse en un jardín’, pero sí muy al caso– la vieron los que se suponía debían ser hombres rectos y justos, dos huéspedes de Joaquín: “Aquel año habían sido designados jueces dos ancianos, de los que dijo el Señor: Salió la iniquidad de Babilonia, de los ancianos constituidos en jueces, que parecían gobernar al pueblo. Frecuentaban estos la casa de Joaquín, y a ellos venían cuantos tenían algún pleito. Hacia el mediodía, cuando el pueblo se había retirado, entraba y paseaba Susana en el jardín de su marido, y, viéndola cada día los dos ancianos entrar y pasearse, sintieron pasión por ella. Y, pervertido su juicio, desviaron sus ojos para no mirar al cielo ni acordarse de sus justos juicios” (13, 5-9).
Aquellos hombres, con tan buena reputación como mala sombra, codiciaron a la bella casada y ante la negativa de ésta a complacerlos, la amenazaron diciendo que, de no acceder a sus lascivos requerimientos, la acusarían de adulterio, penado con la muerte: “Las puertas están cerradas, nadie nos ve, y nosotros sentimos pasión por ti; consiente, pues, y entrégate a nosotros; de lo contrario, daremos testimonio contra ti de que estabas con un joven y por esto despediste a las doncellas” (13, 20-21). Susana comprendió que la trampa era perfecta: su palabra, por ignorante y por mujer, no valía nada contra la de los dos jueces. “Rompió a llorar Susana, y dijo: Por todas partes me siento en angustia, porque, si hago lo que proponéis, vendrá sobre mí la muerte, y si no lo hago, no escaparé a vuestras manos” (13, 22-23). Si accedía, se perdería; si se negaba, caería sobre ella el peso de la justicia por una culpa que no había cometido, pero de la que no podría defenderse. Aun así, opta por esta segunda opción, y es llevada a juicio, al que acude acompañada de sus hijos y sus padres: “Iba cubierta, y aquellos malvados mandaron que se descubriese para saciarse de su hermosura” (13, 32). Como era previsible, su palabra nada puede contra la de los dos jueces, y es condenada. “Levantó entonces Susana la voz y dijo: “¡Dios eterno, conocedor de todo lo oculto, que ves las cosas todas antes de que sucedan! Tú sabes que han declarado falsamente contra mí. Tú sabes que muero sin haber hecho nada de cuanto éstos han inventado inicuamente contra mí” (13, 42-43). Y así queda la cosa… hasta que llega el día de la lapidación y tercia el joven Daniel: “¿Tan insensatos sois, hijos de Israel, que, sin inquirir ni poner en claro la verdad, condenáis a esa hija de Israel? Volved al tribunal, porque éstos han testificado falsamente contra ella” (13, 46-49). ¿Quién creería a un niño como Daniel, frente a los afamados jueces, designados para ser representantes del pueblo? Ambos habían declarado ser testigos de la infidelidad de Susana, a quien aseguraban haber visto bajo un árbol con su amante. Pero el joven Daniel, por separado, les preguntó qué árbol había sido aquel, y cayeron en contradicción al decir uno que había sido encina, y otro que lentisco. De ese modo quedó probada la inocencia de Susana. La verdad no tiene que ver con la edad, la reputación, los conocimientos o el sexo, sino con la presencia inmutable de ese árbol que representa la ‘ἀλήθεια’ (‘aletheia’) griega: lo que no está oculto y se manifiesta claramente tal y como es.
El relato bíblico de Susana aparece al final del Libro de Daniel, en el capítulo 13, en un apéndice que se conoce como “Parte Deuterocanónica”. La narración se conserva, precisamente, en griego, aunque la versión original debió ser en hebreo o en arameo, y de ello se ha deducido que probablemente se tratase de un relato independiente del periodo persa, fechable hacia el 100 a.C. Si en la cultura griega la verdad es lo que aparece claro y distinto en su ser, en el mundo semítico tenía un sentido algo diferente. En hebreo, el término verdad, ’emet’ (אמת, que comparte raíz con nuestro ‘amén’), no tiene el significado de algo ya hecho, sino el de una acción que aún está por hacer. Por eso, en hebreo verdad significa, ante todo, ‘confianza’. Verdadera es la acción en cuyo cumplimiento se puede confiar. El árabe, por su parte, añade un matiz afectivo, porque el verbo ‘sadaqa’, ( ﺻﺪﻕ ) se traduce por ‘ser sincero’, ‘veraz’, y es la raíz de la palabra ‘amigo’, ‘sadyq’ ( ﺻﺪﻳﻖ ), aquel a quien podemos contar la verdad y de quien podemos esperar que nos diga la verdad. Pero, más allá de esos matices aportados por las culturas de quienes habitaron tantos siglos nuestro país, el “vero” castellano, origen etimológico de la actual palabra verdad, viene del adjetivo latino ‘verus’, que designaba las palabras o las personas firmes, que podían ser puestas a prueba o sometidas a juicio; lo que se dice “de veras” es lo firme y que se puede mantener: la seriedad de la palabra dada.
La armonía (o harmonía, que de las dos maneras se puede escribir en castellano) precisa, creo yo, del respeto común a la verdad, tanto como del respeto a una verdad común. No quiero decir con esto que haya que ir proclamando públicamente todo aquello que pertenece –y así debe ser– al ámbito privado, tan maltrecho hoy en día por la intromisión de la tecnología en nuestras vidas. Afortunadamente entre nosotros –y desafortunadamente no en todo el mundo–, el adulterio ya no está penado con la muerte como en tiempos de Susana, y para muchos ni siquiera puede considerarse inmoral o delictivo. Pero, llegado el caso de la discordia, una encina es una encina, y un lentisco es un lentisco.
Lo que se desprende del relato de la casta Susana como más esencial es que la difamación, y muy en especial si es llevada a cabo por quienes deberían ser personas rectas y justas –sean los jueces del relato bíblico, sean nuestros actuales representantes públicos – es uno de los mayores atentados contra la armonía de la comunidad, por lo que tiene de abuso del poder; la diferencia entre la difamación y su pariente consanguíneo, el engaño, es sólo de ámbito: mientras que la primera necesita de un ámbito público, el segundo puede permanecer en el privado y, de hecho, en el origen del término del latín vulgar ‘ingannare’ hay un elemento de internalización con ese prefijo in– añadido al verbo onomatopéyico ‘gannire’ del que proceden ‘gañir’ y ‘gañido’y que es, en el fondo y propiamente, ‘ladrar’, aunque también ‘burlar’ o ‘escarnecer’. El engaño parece, desde un punto de vista etimológico, primero que nada autoengaño (el ladrido o gañido hacia adentro, la burla de uno mismo, el propio escarnio).
Si se observara el respeto a la verdad, el engaño debería quedar desterrado de las relaciones humanas y, quizás, incluso el autoengaño. Dado que una de las acepciones de la palabra engaño es la de burla o escarnio, me pregunto si, más allá de la existencia o no de una verdad de validez universal, no estamos viviendo, en el fondo, en una sociedad que engaña y que fomenta el autoengaño (se ladra, se gañe o se escarnece a sí mima); si no estamos inmersos en una burla de proporciones gigantescas; si el escarnio público que vivimos no es, a fin de cuentas, sino una inmensa maniobra de manipulación de la mente colectiva para evitar el compromiso y la confianza, para favorecer una atmósfera de “luz de gas”, de irrealidad y de falta de sentido. El ‘verus’ latino es la palabra de los hombres, frente al gañido de los animales. En estos tiempos nuestros en los que por todas partes se enseñorean los mentirosos, aprender a distinguir la verdadera palabra del gañido es el primer paso para esclarecer la verdad. Porque no somos animales gañidores, sino personas de palabra.
Lo que se aseveraba sin burla y sin escarnio, de manera firme, comprometida y respetuosa con la verdad que aparece claramente a la luz del sol, era la palabra dada bajo el Árbol del Concejo que, en el caso del escudo de Madrid, donde ahora vivo, toma la forma de un madroño por el que asciende una Osa que representa la constelación del mismo nombre, y en el de Aragón, donde nací, aparece en el primer cuartel representado por el Árbol de Sobrarbe: sobre campo de oro, una encina, coronada por una cruz latina en rojo.
Ahora que lo pienso… ¿por qué será que a algunos de nuestros gobernantes les acomete tan a menudo, no bien llegan al poder, el irrefrenable deseo de arrancar los árboles centenarios de nuestras ciudades?
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