Sabemos que los sueños son permeables a la realidad, y viceversa. Algo así pasa también con la ficción. Decía Roberto Bolaño que nunca hay que escribir cuentos de uno en uno, porque de hacerlo así “uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte. Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco”, porque el contenido de la ficción es en cierto modo incontrolable y siempre acaba por rebosar a su continente. Y al rebasar los límites de nuestra mente, lo fantástico invade la realidad que nos circunda. Aunque escribo poesía y no cuentos, cuando estoy escribiendo todo se tiñe del clima de lo que escribo. A menudo, quienes escribimos nos sentimos en la obligación de pedir disculpas, no por lo que escribimos, –que es algo que nadie tiene que perdonarnos, acaso agradecernos– sino por nuestro comportamiento mientras lo escribimos, que puede resultar un tanto desconsiderado: en efecto, la creación literaria consiste principalmente en la creación de mundos imaginarios, posibles o ficticios (esto es: mundos de mentira), pero esos mundos creados tienen tal consistencia dentro de la mente del escritor que a menudo no se da cuenta de que quienes le rodean son totalmente ajenos a sus obsesiones, y su comportamiento resulta a veces invasivo del espacio privado ajeno. No escribo novelas, pero he podido comprobar que muchas veces los narradores experimentan una inmersión tal en su obra que terminan convirtiéndose en su propio banco de pruebas, de modo que acaban pareciéndose a sus personajes. Que la fantasía del que escribe continúa operando en los productos más típicos de la razón es algo que muchas veces he podido comprobar en carne propia: recientemente he escrito un breve tratado teórico sobre la copla para un libro del poeta aragonés Miguel Ángel Yusta y no he podido evitar que los elementos del propio universo poético en el que estoy sumida traspasaran las fronteras de la imaginación e impregnaran de algún modo mis planteamientos teóricos.
Pero ficción no equivale a mentira. Cuando un autor invade el territorio de las personas que le rodean con sus obsesiones no es que estas no le importen ni que las utilice para sustentar sus pretensiones creadoras: está, simplemente, bajo el dominio de una percepción sobrestimulada y a la caza de todo aquello que pueda corroborar de algún modo la validez del mundo que ha creado: su verosimilitud, su sorprendente impacto, su extrañeza…
Les voy a poner un ejemplo: si escribo sobre la distancia, y alguien me comenta que el secreto de la inteligencia y discreción de su madre residía en saber estar al mismo tiempo “cerca y lejos”, inmediatamente puedo tomar esta, por lo demás, anodina conversación como una auténtica “revelación”; si veo aparecer inopinadamente en el bar donde estoy sentada a una persona con la que había soñado la noche anterior , no podré sustraerme a la idea de que su presencia allí tiene que tener un “sentido”, acorde con mis elucubraciones sobre la distancia, pues no de otro modo podría entenderse que apareciera justamente en ese lugar y a esa hora entre los miles de bares y los millones de habitantes de la ciudad; o puedo interpretar las noticias que obtengo casualmente de alguien que está geográficamente muy lejos como una coincidencia espacio-temporal que me sugiera la hipótesis de que la distancia psicológica no existe, y así ad infinitum… aunque la persona en cuestión probablemente pensará –con razón– que tales prodigios no son sino simples casualidades, y que yo ando ligeramente trastornada… Y, no obstante, la sensación de coincidente cercanía me habrá permitido trasladar al universo de ficción algo que podrá, en él, tener algún valor que posteriormente será apreciado por la persona que me tomó por loca. Hay, en el fondo del proceso de creación, un grado de pensamiento mágico que, precisamente, la posibilita.
El trastorno que produce la creación suele remitir con la creación misma, y no tiene mayor importancia que a uno le tomen temporalmente por loco si al fin y al cabo no se le impide hacer lo que quiere hacer, y eso le permite entregar luego su trabajo con gracia. Quienes nos vieron como enajenados comprenderán –porque no son tontos– lo que nos ocurría cuando lean el resultado del enajenamiento. Otra cosa bien distinta es mentir.
La mentira y el mentir (del latín ‘mentiri’) es también una forma de arte, no lo niego, pero su intención es verdaderamente otra, y no precisamente estética. No negaré que a menudo las mentiras pueden sacarnos de situaciones embarazosas cuyos resultados serían mucho más dañinos si dijéramos la verdad. Me confesaba no hace mucho una amiga psiquiatra que se enorgullecía de haber tenido siempre una habilidad especial para mentir, sin la más mínima preocupación ni remordimiento, ya que dicha habilidad le había permitido evitar muchas situaciones desagradables. En realidad todos mentimos, incluso los menos avispados: mentimos al médico sobre el número de cigarrillos que fumamos al día, mentimos al guardia civil que nos para en un control de alcoholemia sobre la cantidad de alcohol ingerida; mentimos a nuestros profesores, en nuestro CV, en los exámenes y en las entrevistas de trabajo, en las primeras citas con un nuevo amor: mentimos para parecer mejores de lo que somos, y para evitar los problemas que conlleva el no serlo en realidad. Hay, también, mentiras que podríamos calificar de humanitarias: se puede mentir para evitar una muerte o una tragedia. También se miente para poder, sencillamente, seguir viviendo. Se miente uno a sí mismo para sobrellevar el remordimiento y la culpa. Se miente con generosidad para evitar el sufrimiento ajeno – ¿recuerdan la película “La vida es bella”? – hasta el punto de poderse decir que hay algo incluso ético en ciertas mentiras. Se miente, en fin, para salvar a otros, y salvarse.
Pero saber mentir es un arte tan complejo conceptual y estructuralmente como lo es la creación de mundos de ficción literaria. Hay que tener muy buena cabeza –y no solo cara dura– para mentir bien. Hace falta ingenio, rapidez mental, grandes dosis de creatividad, capacidad de asociación de ideas, sentido de la verosimilitud. Y muy buena memoria para recordar lo que se dijo y por qué. Mentir no siempre es sinónimo de engañar. Se puede engañar perfectamente sin decir una sola mentira. La mentira es necesariamente una actividad discursiva, el engaño no. Por eso, recordando la pregunta que el pasado mes de diciembre mi amigo el filósofo Juan Antonio Negrete nos planteó en la librería Meta, donde nos había convocado para debatir sobre lo que tiene la música de peculiar en comparación con las otras artes, se me ocurre como respuesta irrefutable: la imposibilidad de mentir. El lenguaje es ambiguo, polisémico, susceptible de ser usado torticeramente, y la literatura el arte más refinado de utilizarlo. En la pintura es posible el engaño visual mediante el tratamiento de la perspectiva o la profundidad, el trampantojo. Casi todas las artes se asemejan a los juegos de magia de un prestidigitador, pero la música no permite el ilusionismo, es incapaz de mentir: es pura percepción e impacto emocional. Sea cual sea el estilo, eso es así, o así lo sentí yo hace unos días oyendo a los dos cantautores que participaron en el concierto del 26 de enero en la Casa de Aragón en Madrid: la energía positiva de Alejandro Ibázar, la melancólica suavidad de Carlos de Abuín, nos dejaron su huella así, tal cual, sin necesidad de reelaboraciones. La música apela a las emociones y habla directamente al corazón, y al corazón no se le puede engañar.
Como buena inocentona que soy, confianzuda e ingenua hasta provocar las bromas de mis conocidos, siento admiración por quienes dominan el arte de mentir, siempre que, por supuesto, no lo hagan para causar daño a terceros. Evita mucho dolor y es útil para sobrevivir, no cabe duda. Quienes no destacan en el arte de mentir disponen, sin embargo, de otros mecanismos para engañar: sonreír para ocultar las penas, sonreír más todavía cuando las penas se convierten en penalidades. Reír para relajar y desatar el prieto nudo de la garganta o del pecho. Ocultar rabiosamente la tristeza y dejar que tan solo haga aparición en las horas en las que la conciencia no puede evitar bajar la guardia, es decir: en las profundidades de los sueños. Porque allí dentro nadie puede mirar lo que nos pasa más que nosotros mismos e incluso lo que nunca querríamos confesarnos aparece como un cuento escrito con la particular estética que tanto nos inquieta, la del teatro del absurdo. Porque los sueños son cuentos particulares y privados. Y porque con los sueños, como con la música, nunca podemos mentir. Ficción viene de ‘fingir’, y los sueños nunca son fingidos. Todo el que ha intentado contar un sueño sabe que es imposible hacerlo con los verbos en modo subjuntivo. Para contar nuestros sueños, necesariamente lo haremos en el modo de lo real, el indicativo, de forma que no podremos jamás decir “Soñé que me cayese por un precipicio”, sino “soñé que me caía por un precipicio”. Esos cuentos que inconscientemente nos contamos cada noche, a veces de tres en tres y otras de cinco en cinco, narrados muchas veces en clave de comedia del absurdo, son tan reales como las opiniones, las creencias e incluso los pensamientos diurnos, si no más… Ojalá nos pudiéramos mentir en nuestros sueños y crearlos a nuestro antojo. Pero la gramática de los sueños es implacable, y no nos lo permite.
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