Lo que mejor recuerda es una despedida eternizándose en la escalera de un edificio de aulas. Asomada a la baranda, lo miraba descender desde arriba, apretando dentro del puño lo que acababa de regalarle. Cada pocos peldaños, él se volvía y decía cualquier cosa, sonriendo, como si el patio que le esperaba fuera le atemorizase más que un espantoso desierto.
Mucho más tarde, cuando cayeron en las redes de internet y se gestó el reencuentro, le dijo que atesoraba aún aquel regalo, y él confesó: “Yo todavía te quiero”.
“Han pasado mil años y mil cosas”, dijo ella algo evasivamente, “ya nos contaremos cuando nos veamos”, pero él le pidió, entonces, que no hubiera interrogatorios, que sólo se pudiesen hacer una pregunta, a la que se darían respuesta verdadera.
“Empieza tú”, le dice, “dime lo que pensabas preguntarme”.
Pero antes de pronunciar palabra, haciendo un breve gesto de que espere, ella apaga y guarda su teléfono en el bolso, dentro de una funda: “Dicen que nos escuchan”, explica. “Ahora sí: lo que más asco te da”, le pregunta, “lo que más te repugna”.
No se toma ni un segundo para responder: “Los celos”. Y, sin apartar la vista de la pantalla de su móvil, en el que no paran de sucederse las notificaciones, le dice: “Me toca preguntar. Lo que más miedo te da”.
Prende una llama con el mechero antes de contestar, sorprendida, y recordando lo mucho que siempre le había admirado a él por su valor, le responde: “Que el teléfono móvil pueda ver nuestros sueños”.
Él la mira un instante, perplejo, y finalmente cierra la funda de su móvil y lo guarda dentro del cajón de la mesilla antes de apagar la lamparita.
Sólo la noche podrá escuchar sus besos, ver sus sueños.
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