Me dormí con la desazón que toda mutilación me causa, sobre todo si es consecuencia del aborrecimiento al propio cuerpo. La palabra aborrecer viene del latín ‘abhorrescere’, compuesta a su vez del prefijo ‘ab’, que expresa alejamiento, y la raíz del verbo ‘horrere’, sentir horror. Este último está emparentado con otros términos, como el actual hirsuto, que comparten una misma raíz indoeuropea relacionada con los pelos erizados o tiesos, por lo que aborrecer no es otra cosa, en el fondo, que apartarse con horror de algo que nos eriza y pone los pelos de punta.
La cosa iba, en cierta medida, de pelos, más concretamente de los masculinos, esos que a mí me fascinan, al parecer en contra de la moda actual. Me encantan los brazos velludos que multiplican la sensación de caricia y el abrigado pecho de los hombres. La piel, de poro grueso, se afina sobre las articulaciones varoniles en las rodillas (que prefiero alargadas), o en los tobillos (algo finos mejor, no delicados), o en los nudillos, cuando las pilosidades del dorso de las manos se deslizan suavemente hacia las falanges de los dedos. El protagonista de la película “La chica danesa” tal vez sintiera lo mismo que yo hacia los pelos de otros hombres, pero aborrecía verlos en su propio cuerpo. En una escena triste como pocas he visto, se contemplaba en un espejo tratando de ocultar entre las piernas apretadas sus genitales masculinos.
La película, que narra la vida de esa mujer nacida en cuerpo de hombre que fue Lili Elbe, primera persona de la historia en someterse a un cambio de sexo (y que falleció como consecuencia de las operaciones), me puso literalmente los pelos de punta. Y recordé el caso de una conocida con la que coincidía en la piscina, cuando había vida en el mundo de fuera, a la que en el vestuario de chicas le ocurría algo parecido: aborrecía sus pechos y caderas, pero le gustaba mirar los de las otras. Nos teníamos cariño, pero no del mismo tipo. Una vez fuimos juntas al cine, echaban “Carmen y Lola”, y aunque ella ya había visto la película, pude ver rodar gruesos lagrimones por sus mejillas algo achatadas cuando Lola, refiriéndose al inicial rechazo sentimental de Carmen, le decía a su amiga Paqui, que trataba de sacarla de su profunda depresión: “¡Que le doy asco, Paqui!”. Cogí un instante la mano blanca y blanda de mi amiga, una mano que ella quizás hubiera querido tener cubierta de vello, para que me gustase como me gustan las manos de los hombres, y la estreché un instante. Las dos, murmuré, son perfectas como son, Carmen y Lola. Me horrorizaba imaginar que un bisturí pudiera hurgar en alguno de aquellos cuerpos adolescentes tan perfectos, como en el de Lili Elbe.
Es lo que tiene esto de ver tantas películas en el confinamiento. Unas te llevan a otras y acabas tejiendo con sus hilos la telaraña de una pesadilla que al final te atrapa. Recordé que Gómez de la Serna decía en una greguería: “El sueño es una lotería de imágenes”. Y me dormí con esa sensación claustrofóbica que vengo padeciendo como consecuencia de contemplar la realidad solo como una lotería de imágenes en las pantallas, al alargar con cine las horas de la noche. Soñé que la pesadilla había terminado y que, entre lejanos mugidos de vacas y cencerros, despertaba en una casa grande de pueblo, deslumbrada por la reverberación del sol de la mañana en las sábanas blanquísimas. A mi lado dormía, con la cabeza descansando sobre sus morenos brazos velludos, el hombre que con ellos me había abrazado antes del sueño. Y no quise saber si era ese el premio que me había tocado o no en la lotería.
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