Las urracas –dicen– sienten una atracción irresistible por los objetos brillantes, como los metales preciosos o las gemas. En el bosquecillo que lindaba con una zona residencial había hecho su nido una joven ave de esa especie, y allí criaba a su primer polluelo. Un día desapareció del alféizar de una ventana cercana, donde la habría dejado alguna anciana olvidadiza, una sortija de oro con una gruesa perla y un diamante engarzados, con lo que se armó un gran revuelo en el bosquecillo. “¡Demuéstrame que tú no la cogiste!”, le espetó el mirlo a la urraca, y ella tranquilamente negó con la cabeza y siguió volando bajo, concentrada en atrapar los insectos con los que alimentar a su polluelo, el cual un poco más arriba, desde su nido, contemplaba la escena. El mirlo interceptó a la urraca en su vuelo e insistió: “¡Devuelve la sortija para que nuestros vecinos humanos nos dejen en paz de una vez! Todo el mundo sabe que las urracas no pueden resistirse al brillo de las joyas, no es culpa suya si no pueden evitar cogerlas, tal es su naturaleza: ¡admítelo y devuélvela!”. La urraca, indignada, gritó: “¿Cómo te atreves a acusarme, tú, que dices quererme como amigo, de ser una ladrona?”, pero el mirlo, convencido de que si la urraca no era culpable del robo de la sortija podría demostrarlo, repitió: “¡Demuéstramelo!”. Entonces la urraca, con el corazón lleno de tristeza por la humillación, se arrancó las plumas remeras del ala derecha para que el mirlo viera que no ocultaba nada. “Perdóname –dijo el mirlo ante la evidencia– , pero es que miras siempre tanto todo lo que brilla… No deberías mirar con esa expresión maravillada lo que refulge, porque das a entender que lo codicias”.
No fue aquella la única ocasión en la que el polluelo, desde su nido, tuvo que contemplar escenas parecidas, y así días más tarde presenció cómo su madre se arrancaba las plumas del ala izquierda, días después las del pecho… Con las alas esquilmadas la urraca apenas podía guiar su vuelo, así que tenía que buscar torpemente el alimento para su polluelo a saltitos por el suelo, y tardaba en encontrar lo que antes conseguía fácilmente lanzándose en rápido vuelo desde las ramas; y un día, tras ascender trabajosamente hasta el nido con una lombriz en el pico, su polluelo le espetó: “¡Cuánto has tardado!, cada vez te demoras más en traerme comida. En lugar de volver cuanto antes junto a mí, pierdes el tiempo por ahí solazándote en la contemplación de objetos brillantes…¡Tenía razón el mirlo!”. A la urraca, boquiabierta y pasmada tras oír al pollito, casi se le cayó la lombriz de pico y no acertó a contestar nada. “¡Demuéstrame que no es verdad lo que digo!”, añadió el pollo. “¡Cómete la lombriz y cierra el pico, descarado!”, le gritó enfadadísima la urraca a su polluelo. Pero una lágrima, gorda como una perla y reluciente como un diamante, resbaló de sus ojos a la tierra, justo antes de dejarse caer en el vacío para seguir buscando, a trompicones y ciega de ira y de llanto, las lombrices para su polluelo.
Así fue como la vio desde lo alto el halcón; en un picado airoso y veloz se descolgó de los
cielos y se colocó, imponente, al lado de ella que, intimidada, se defendió diciendo: “¡No he robado
nada!, tú mismo puedes ver que nada oculto, pues voy casi desnuda. Ni siquiera he mirado la anilla
plateada de tu pata… ¡de ninguna manera la querría para mí, así que déjame volver a mi nido, que ya tardo, y perdóname la vida!”. El halcón, muy tranquilo, le aseguró que sólo daba muerte a sus presas en las alturas y que no había descendido hasta allí para cazar. “Demuéstramelo yéndote por donde has venido; dicen que todo halcón hace presa en cuanto vuela: tal es su naturaleza, y no puede evitarlo”, le contestó la urraca. Pero el halcón, rodeándola, se paró a contemplar las largas plumas timoneras de la urraca, que eran de un azul profundo como el cielo de la noche. Al apercibirse de ello, la urraca se dispuso a arrancarse también las últimas plumas de la cola, pero el halcón, con un gesto seguro y pausado, extendió el ala derecha en toda su magnífica extensión sobre el desnudo cuerpo de la urraca, y le dijo: “No he venido a pedir que sacrifiques las bellas plumas azules de tu cola, ni puedo darte las mías para que te cubras; pero me quedaré a tu lado durante el invierno y abrigaré tu desnudez hasta que vuelvan a crecerte plumas nuevas, porque ninguna urraca debería tener que demostrar que no es una ladrona, como ningún halcón debería tener que demostrar que no es un asesino”.
Al sentimiento de amistad y respeto surgido entre el halcón y la urraca le pusieron el nombre de INOCENCIA, de la cual se había visto la urraca injustamente despojada: la inocencia que debe abrigar a cada ser de todas las sospechas infundadas, dígase lo que se diga de los demás miembros de su especie.
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