Quienes conservan en la memoria la historia de los caminos cuentan que la Vía de la Plata, que discurre por zonas de castros prerromanos, era usada, antes que por los peregrinos en su viaje a Santiago de Compostela, por los tartesos, y aún antes por los osos y por las serpientes, razón por la que tal vez el pueblo donde transcurren los hechos que narraremos aquí, en plena ruta argéntea a su paso por la provincia de Salamanca, no habría podido llamarse de otro modo que “La Sierpe”.
Por aquellos caminos santos y polvorientos se arrastraba la comitiva del Circo Ursino, entre cuyas atracciones, además de la mujer barbuda que, cubiertos los vellos faciales por un velo de zíngara, hacía también de cartomante, y de una hija suya que se estilaba tanto de trapecista como de contorsionista, se contaban nada más ni nada menos que un oso pardo amaestrado cuyo domador era también, en número aparte, encantador de serpientes.
Principiaba el otoño cuando la comitiva circense arribó a la explanada que servía de pasto al ganado en las proximidades de La Sierpe. Encendió el hipnotizador una fogata alrededor de la cual su mujer y la hija de ambos comenzaron a acomodar la tienda y unos pocos enseres, y partió hacia la plaza mayor del pueblo con el cartel del espectáculo enrollado bajo el brazo, en el cual se veía a un oso feroz anillado por la nariz y un gran cesto de paja del que salía una serpiente enorme que iba a enroscarse, sinuosa e insinuadoramente, alrededor de los hombros de una despampanante hembra humana ataviada apenas con unas pocas lentejuelas.
“¡Damas y caballeros, niños y niñas, contemplad al último descendiente del oso cavernario de los Pirineos, el que compartió con el primer homínido que le disputaba las cuevas para hibernar, el hombre de Neanderthal, la condición de ser el primer animal que caminara erguido!”
Y diciendo esto paseaba por la plaza mayor del pueblo con el gran oso pardo caminando detrás de él, sujeto por una cadena.
“¡Contemplad el apego de estos dos animales portentosos, que no pueden ni amarse ni odiarse: el velludo oso de los Pirineos y la escurridiza serpiente de la India!”
La serpiente se enroscaba, aterida, en el regazo del oso, recogiendo en su piel aquel calor vital tan necesario para ella. Ni una gota de miel tenía para darle a cambio -aunque le reservaba su gota más preciada-. El oso, animal de sangre caliente, precisaba comida frecuente y abundante; la serpiente, reptil de sangre fría hecha a sobrevivir con pocos recursos, daba al oso la mitad de los huevos que el flautista le traía para su sustento. A pesar de que se intercambiaban calor y alimento, los dos animales estaban muy débiles; la serpiente enroscada en su cesto recogía con usura la exigua calidez del aliento del oso, mientras aquel, en las escamas relucientes del ofidio, creía ver alucinado la simetría de un panal a rebosar.
De pueblo en pueblo, el oso y la serpiente danzaban al son de aquel flautista que, disfrazado de califa, abría con ostentosa solemnidad el cesto en el que la serpiente enroscada escatimaba al aire cerrado su calor, y simulando el falso faquir contonearse al son de la melodía que tocaba, incitaba a la serpiente a danzar y danzar, erguida, sinuosa, de lo que todos se admiraban grandemente salvo el oso, sabedor de que las serpientes son por naturaleza sordas y aquella sólo se aprestaba, con sus graciosas ondulaciones, a seguir los movimientos de la flauta, dispuesta a atacarla. La extenuada serpiente se dejaba entonces agarrar por la mujer, quien se la colocaba alrededor del cuello a modo de bufanda, causando entre el público gran estupor. Se deslizaba el reptil sobre la desnuda piel humana recogiendo el escaso calor que desprendía, pues sabido es que un áspid que no obtiene del exterior la temperatura que necesita para sus largas digestiones puede llegar a morir, con la comida pudriéndose en su vientre.
Era llegado entonces el turno del baile para el oso. El animal, con la ferocidad hábilmente doblegada por el hambre, levantaba sus brazos, se agachaba, volvía a erguirse, se ponía a cuatro patas, a cambio de una mísera manzana o de un terrón. El público, entusiasmado, aplaudía a rabiar.
La noche en que la serpiente le inyectó el veneno que atesoraba acababa de mudar la piel. Como en un baile nupcial con la propia muerte, con su barbilla acarició largamente el hocico del oso, hambriento y agotado, antes de morderlo. El veneno anestesió cálidamente sus miembros doloridos e invadió por unos instantes su cerebro con los colores psicodélicos de extrañas geometrías hipnotizadoras, mientras la parálisis iba recorriendo su cuerpo, cada vez más frío, como si se preparase para la hibernación definitiva.
Aquella última gota de su mayor tesoro, con la que la serpiente podría haber envenenado al califa fingido, la reservó piadosamente para el oso. Y se dispuso a morir, ella también, junto a su cuerpo helado.
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