Hace algunas semanas, en la facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Córdoba, tuvimos la ocasión de escuchar, de viva voz de su autor, la lectura de uno de los cuentos de un volumen que, publicado por el Ateneo con el patrocinio de la Diputación de Córdoba, se compone de seis relatos independientes pero con un mismo denominador común:
“El Ángel Negro es una serie de relatos que, aunque independientes entre sí, conforman un todo unitario.
No poseen otra vinculación interna que la idea, siempre presente en el devenir humano, de la ominosa y para algunos, fría muerte.
Todos los relatos aportan visiones distintas del fin de la vida, como consecuencia de la barbarie de todos nosotros y reflejan la soledad del ser humano en el supremo instante de dejar de existir[i].
Ese momento en el que la vida escapa del cuerpo, Manuel Ortas Castilla nos lo describe, por una parte, con el fin del relato verbal que supone el cese del pensamiento (los puntos suspensivos marcan ese agotamiento del discurso) y, por otra, con la afluencia en tropel de los recuerdos[ii]. Es el momento en el que el alma abandona el cuerpo, con el último suspiro.
Quizás por el estilo cinematográfico de algunos de los cuentos, el libro de Manuel Ortas me trajo a la cabeza una película de similar temática: “21 Gramos”.
Han pasado 20 años desde que los mexicanos Alejandro G. Iñáturri y Guillermo Arriaga, basándose en los estudios del médico escocés Duncan McDougall (nacido en 1866), estrenaran un film cuyo título aludía a los resultados de los experimentos del científico acerca del peso que, supuestamente, pierden los cuerpos en el momento de exhalar el aliento postrero: 21 gramos.
La sustancia mensurable del alma probaría nada menos que su misma existencia; pero ya muchísimos siglos antes los egipcios creían que, tras la muerte, emprendemos un largo viaje hacia el mas allá en la barca de Ra, la divinidad solar, quien nos conduce ante Osiris en la Sala de la Doble Verdad donde las almas, en las que han quedado registradas las buenas y las malas acciones, son pesadas en una balanza en la que, en el otro platillo, reposa la pluma de Maat, diosa de la justicia. Si el alma, localizada en el corazón, pesa lo mismo o menos que esa pluma, será señal de que hemos llevado una vida buena y podremos acceder al paraíso.
Pero no sólo con el corazón, como los egipcios, o con la respiración -el hálito vital que se pierde con el último suspiro, la psyché de los griegos-, se ha vinculado el alma. En muchos lugares del mundo, entre ellos Europa, se identificaba el alma con la sombra de una persona, la sangre o la figura que se ve reflejada en una pupila. Es el principio vital relacionado con el movimiento, hasta el punto de que, para algunos pueblos animistas, incluso el fuego o las constelaciones poseen ánima, pues se mueven.
Que el alma es el principio vital que dota de movimiento o vida a los seres es algo que confirma el hecho de que pueda abandonar el cuerpo durante la meditación, los trances, los sueños o por el efecto de sustancias psicotrópicas. Durante la inmovilidad del cuerpo en el sueño, se pensaba que el alma podía viajar. De hecho, desde la antropología, Tylor[iii] explica que al animismo, como religión universal primitiva, debió de surgir de los sueños y visiones de los primeros humanos, por lo que constituye un sistema racional. Piaget, desde la psicopedagogía, ve cierto animismo en los niños; y Abram, desde la fenomenología, hace que reparemos en que los sentidos captan un mundo “vivo” de principio a fin, es decir, dotado de movimiento y, por lo tanto, de ánima; de ahí la creencia de que los animales, e incluso otras entidades como los ríos o las estrellas, también posean alma. El primitivo animismo se ha relacionado con el totemismo, que postula que cada estirpe humana desciende de un animal totémico, o con el panteísmo, si bien para esta última creencia habría un alma sola de la que participan todas las cosas, mientras que el animismo pone el foco en las almas individuales. Sea como fuere, la parte que sobrevive a la disolución del cuerpo está dotada de movimiento y viaja, lo que explicaría también las creencias en la transmigración de las almas. Ese “cuerpo sutil” que migra, a veces, puede perderse y convertirse en fantasma.
En los últimos tiempos, de brutal destrucción de nuestro medio, se ha reivindicado cierto animismo como “adoración de la naturaleza”, en consonancia con las ideas de Graham Harvey, para quien el mundo está lleno de personas, entre las que las hay humanas y no humanas, y lo que hay que hacer es “aprender a ser buenas personas en relaciones respetuosas con otras personas”, de cualquier tipo que estas sean. Yendo más lejos aún, Abram atribuye a la lectura una cierta forma de pervivencia del animismo: hablamos con los libros como nuestros ancestros lo hacían con los ríos o las montañas.
Que el peso de las almas, su materialidad, es un hecho inequívocamente admitido por la tradición se puede rastrear fácilmente en expresiones que aluden a ello, como “llevar un peso en el alma” o “salírsele a uno el alma por la boca”. A la que esto escribe, ya en dos ocasiones y por parecida causa, se le ha caído el alma a los pies. El desplome del alma es reversible, pues, como queda dicho, tiene movimiento, fuerza vital. Lo que no se ha medido todavía, que se sepa, es el ímpetu del que se dispone en la vida para remontar el peso de esos 21 gramos. Por si acaso, y como a la tercera va la vencida, con la mayor prudencia procuro que el alma nunca más se me vuelva a caer a los pies. O, por decirlo claro, a sus pies. Guárdela para siempre, por favor, en su sombra o en sus pupilas, de donde no debió escaparse nunca.
[i] Ortas Castilla, Manuel (2009): El Ángel Negro. Colección Arca del Ateneo. Ateneo de Córdoba/Diputación de Córdoba. Cita tomada del Ámbulo previo, pág. 11.
[ii] Véase, por ejemplo, Ortas Castilla, Manuel (2009), pág. 23, 30 o 34.
[iii] Edward Tylor (1871): Cultura primitiva.
AQUÍ puedes leer otro artículo de la autora «Triunfo sin gloria»
Leave a Reply