Nos acompaña en cualquier situación de la vida cotidiana. El sentido común es esa inteligencia analítica que constituye el grado cero de toda inteligencia, la base del edificio del pensamiento. Y, reparemos en ello, es ‘común’ y es ‘sentido’. Porque el sentido es la “capacidad de entender, apreciar o juzgar algo” según el diccionario de la RAE, el “modo particular de enfocar, de entender o de juzgar”, pero también, y en primer lugar, es todo aquello que “incluye o expresa un sentimiento”
En su libro Breve ensayo sobre la inteligencia moral, Luis Martínez de Velasco parte de la existencia de “inteligencias múltiples”. Sobre el sentido común, que es la primera de ellas, la analítica, se sustentan las otras inteligencias: la pragmática (que nos permite adaptarnos al medio), la emocional, y la moral. “Si traducimos la inteligencia emocional como compasión, la inteligencia moral habrá de traducirse como compasión razonada”[i], dice Martínez de Velasco, para quien pensar es una actividad que “nos orienta directamente al bien”:
“Si la inteligencia moral, como acaba de señalarse, consiste en pensar el bien (pues para hacer el mal –infligir daño, humillar, excluir- es suficiente no pensar o pensar en vuelo corto, quiere decirse que el acto de pensar, desarrollado plena y coherentemente, arrastra consigo el acto de actuar […] Pensar verdaderamente y actuar verdaderamente son pensar y actuar para el bien, es decir, para aminorar en todo lo posible el mal –el dolor físico y moral- en el mundo”[ii].
Luis Martínez de Velasco, además de dedicarse a la filosofía como profesor y escritor, dirigía semanalmente en la Asociación Valle-Inclán una tertulia filosófica, que se celebraba todos los jueves. A pesar de ello, no dejó de acudir en los últimos años a la primera sesión de cada mes de enero, junto con nuestro común amigo el también filósofo y profesor Juan Antonio Negrete Alcudia, de la tertulia María Moliner que tuve el placer de conducir, cuando aún se celebraban sus sesiones el primer jueves de cada mes, en la Casa de Aragón en Madrid: ese primer jueves era el único día del año en el que era posible su presencia allí, por coincidir con la pausa de su propia tertulia durante las vacaciones navideñas.
Gracias a la gran cultura clásica de Martínez de Velasco sé que en España, en tiempos de Felipe IV, estaba de moda hablar sobre Tertuliano, escritor eclesiástico cuyo nombre hacía alusión a la consideración de que sus sermones eran tres veces mejores que los de Marco Tulio Cicerón, de ahí lo de Ter Tulio (tres veces Tulio).
Parece que esta costumbre de hablar estaba en parte relacionada con nuestro gran teatro nacional de los siglos de oro, y así lo señala Corominas:
“TERTULIA ‘cierta parte del teatro’, h. 1630, ‘reunión de gente para discutir o conversar’, 1739. Origen incierto. Es verosímil que se diera el nombre de tertulianos, med. S. XVII, a los espectadores más cultos, por las alusiones que se hacían a Tertuliano en los sermones y cenáculos del S. XVII, y que de ahí se extrajera tertulia como nombre de la parte del teatro donde se sentaban estos espectadores, o como nombre de los cenáculos más o menos eruditos”[iii].
La costumbre de reunirse para hablar por el placer de hacerlo con rigor, educación y respeto es algo admirable que ha permitido a nuestra civilización occidental compartir conocimientos, debatir opiniones, acercar en lo posible posiciones enfrentadas: poner en juego las múltiples inteligencias humanas. El debate tiene que ser libre, espontáneo y plural; la asistencia de los contertulios, habitual y periódica; el tema determinado, pero abierto a la participación, sin requerir del permiso previo de nadie. La cerril imposición de un pensamiento único y de una sola forma de encuadrar los asuntos desprende el característico hedor putrefacto del estancamiento intelectual.
Menos mal que llevamos mascarillas. En muchos aspectos, el aire se nos ha vuelto irrespirable a quienes por encima de cualquier otra inteligencia aspiramos a percibir el perfume de la inteligencia moral. Pues, como decía José Martí en “Banquete de tiranos”:
Hay una raza vil de hombres tenaces
de sí propios inflados, y hechos todos,
todos, del pelo al pie, de garra y diente,
y hay otros, como flor, que al viento exhalan
en el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tórtolas y fieras […]
De alma de hombres los unos se alimentan,
los otros su alma dan a que se nutran
y perfumen su diente los glotones […]
Los que se aman a sí, los que la augusta
razón a su avaricia y gula ponen,
los que no ostentan en la frente honrada
ese cinto de luz que en el yugo funde […]
los que no llevan del decoro humano
ornado el sano pecho, los menores
y los segundones de la vida, sólo
a su goce ruin y medro atentos
y no al concierto universal.
Danzas, comidas, músicas, harenes,
jamás la aprobación de un hombre honrado […]
A la grandiosa humanidad traidores […]
los que contigo,
se parten la nación a dentelladas.
(Extractado del poemario Versos Libres, de José Martí)
El día que Luis me regaló su libro, a la salida de ese irreductible templo de las tertulias que todavía es hoy, en medio del covid, el Ateneo de Madrid, el 21 de febrero de 2020, fue también el último día que pudimos charlar con Maxi Rey, gran amigo de Luis, a quien nunca dejaremos de echar de menos en todas las reuniones y tertulias a las que regularmente asistía.
[i] Martínez de Velasco, L. (2020): Breve ensayo sobre la inteligencia moral. Ápeiron Ediciones, Madrid, pág. 46.
[ii] Martínez de Velasco, op. cit., pág. 62
[iii] Corominas, J. (1973): Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid, Ed. Gredos.
Leave a Reply