Siempre me ha gustado llevar el pelo largo.
Esta noche he soñado que me cortaba el pelo a mí misma. Ya lo hice una vez, durante el confinamiento domiciliario de la pandemia, con la técnica de recogerlo hacia adelante en una coleta, que se usa para cortar a capas las puntas de una melena larga. Pero estoy segura de que si soñé eso fue porque unas horas antes había sorprendido en la calle una conversación entre dos adolescentes, en la que una le contaba a la otra que, una vez, su madre se había enfadado tanto que le cortó el pelo que llevaba recogido en una cola de caballo. “Quiero mucho a mi madre”, comentó, “pero a veces hace unas cosas que…”.
Me espantó lo que oí, esa es la verdad, sobre todo por la falta de afección con la que la chica lo contaba, por la sensación de que únicamente era mío el dolor de su coleta cercenada. El caso es que los sueños me causan grandes desvelos. Sin ir más lejos, los de las horas que les he robado para leer la hipnotizadora novela de Rafael Catoira “O Escultor” (Medulia Editorial, La Coruña, 2020), en la que el personaje principal peina cuidadosamente el pelo de las estatuas femeninas que crea, en un ambiente onírico cuyo inquietante y sorprendente final no les desvelaré. Pero sí les diré que la excelente prosa de Catoira produce un efecto alucinógeno, entre lo febril y lo alucinatorio de los sueños, en ese juego como de espejos que producen las visiones oníricas donde ‘Él’ puede ser uno mismo o su antagonista -o tal vez lo contrario-, esa tercera persona del reflejo que aparece también en “Presencia”[1] de Alberto Jesús Vargas, relato que por su brevedad no me resisto a compartir con ustedes:
“Teniendo aún muy pocos años, cada vez que un mal sueño me despertaba, descubría junto a mi cama a un hombre vestido de gris que me miraba fijamente. Aterrado por su aspecto siniestro y su intención opaca, gritaba y mis padres acudían a calmarme, sin ser capaces de verle. Después de repetirse varias noches el mismo incidente, opté por esconderme bajo el embozo cada vez que aparecía e imaginar historias fantásticas que me ayudaban a huir hasta quedarme dormido.
Pasaron los años y aquel tipo siguió presentándose en la oscuridad de mis madrugadas. Yo acabé acostumbrándome a su presencia mientras soñaba con ser escritor y contar las aventuras que para evadirme inventaba. Puse empeño en ello y envié manuscritos a cuantas editoriales pude. Nadie quiso editar mis textos ni jamás alcancé a ganar el más insignificante premio literario.
Aquel verano en que, resignado, decidí prepararme las oposiciones para el Ayuntamiento, descubrí por fin quien era él. Lo vi reflejado en el escaparate de la librería, una de tantas a las que nunca llegarían mis libros, en la que compré el temario. Lo reconocí en mi imagen de hombre cargado de sueños quemados. En el vivo retrato del fracaso”.
Porque en los sueños esculpimos a ese ‘otro’ que sigue siendo ‘yo’, un ‘él’ que es uno mismo reflejado, como le ocurre al personaje del escultor, creado al filo de una pesadilla que acabará cercenándole de su reflejo. Lean la novela de Catoira y ya me dirán si no es así, tal como aquí lo cuento…
[1] Véase la página de Alberto Jesús Vargas: http://albertojesus.blogspot.com/
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