Se desplaza tan lentamente por las profundidades del océano Ártico que parece un sueño salido de la historia. Más viejo aún que la tortuga de las Galápagos, el tiburón boreal (Somniosus microcephalus) es el vertebrado más longevo que se conoce. Alcanza la madurez sexual a los 150 años y, cuando muere joven de muerte natural, su vida termina alrededor de los 270 años. Esto de la muerte prematura suele ocurrirle a menudo por causas no tan naturales, pues los cazadores furtivos lo capturan cuando aún no ha tenido crías, poniendo en peligro la supervivencia de una especie que, en su memorioso cerebro, guarda el recuerdo de lo acontecido en los últimos cinco siglos: apenas un suspiro, quizás, es una vida humana para el longevo escualo.
Uno de estos ejemplares, de 515 años, ha saltado nuevamente a la actualidad con titulares tan efectistas como “El tiburón que ‘vio’ a Leonardo da Vinci pintar la ‘Mona Lisa’”[i]. Este tiburón de Groenlandia de más de cinco siglos de edad ignora que es un ejemplar renacentista, pues pertenece al Tiempo del Soñar: un tiempo que, según dicen las leyendas aborígenes australianas, está poblado por los seres totémicos eternos, y que discurre de forma paralela al tiempo de los acontecimientos humanos.
Para este tiburón, apenas un abrir y cerrar de ojos es la existencia de cualquier profeta. Conocedor de los flujos y los retornos de todas las mareas, es cosa para él bien aprendida a lo largo de los siglos que no hay que preocuparse por lo que flota en la superficie, ya sean carabelas o modernos transatlánticos de lujo. Ni siquiera sus oscuros rivales, los submarinos que duermen en el fondo de los océanos, superan lo que para él no es más que la primera infancia. Todo son niñerías. La mitad de su cerebro duerme mientras está nadando, la otra mitad mantiene vigilantes las funciones vitales del organismo. Muy lentamente, como un fantasma de ojos azules en las cuevas de luz de las aguas heladas, ya conoce qué luchas y qué ferocidades tendrán lugar con cada nuevo ciclo, pues no hace falta para ello mayor inteligencia que la de asumir que unas especies comen de las otras.
No se siente, sin embargo, un profeta. Deja las profecías para las breves vidas de los hombres, quienes saben, igual que las termitas, derribar la casa donde viven a base de devorar lo que las sustenta. Ese homo sapiens sapiens que, con su nervioso cerebro, va camino de desintegrar las vigas de su casa: nuestro mundo.
Dicen que la Tierra se asienta sobre la espalda de una tortuga que nada en un río de leche, siguiendo la corriente universal que a todos los seres vivos nos arrastra en el Tiempo. ¿Qué han de poder decir los hombres, esos devoradores de su sombra, sobre los tiempos venideros? Se creen profetas los que viven sus vidas como monigotes de una película acelerada. Buscan en las estrellas inalcanzables la confirmación de sus fantasiosas profecías. ¡Tantas veces han predicho hasta ahora el fin del mundo! El lento tiburón boreal, que lo sabe, de un golpe timonel con su cola se dirige hacia el polo magnético del Norte, que una vez más ha cambiado de posición: no, nada es inmutable, y por eso no se puede profetizar la vida, lo que cambia. Hay un río de estrellas ahí arriba, mas el humano ojo sólo alcanza a captar unos vagos destellos. El tiburón dormido, con su más de medio milenio de edad, sabe que no es su vida sino un suspiro entre los astros: siente que es demasiado joven para predecir qué pasará en los próximos milenios en el vasto universo.
[i] Visto en: https://www.marca.com/buzz/2020/06/22/5ef07b59ca47412f6d8b4583.html
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