Según los aborígenes australianos, hay un Tiempo del Sueño poblado por seres totémicos anterior, paralelo e incluso más real que el tiempo de la vida sobre la Tierra. El Tiempo del Sueño corresponde al tiempo de la Creación. He dedicado bastantes años al estudio de la expresión lingüística de los sueños y al verbo soñar en concreto, a su particular forma de seleccionar los modos indicativo o subjuntivo, como verbo de actividad mental y desiderativo. Lo que pasa en el tiempo del sueño de cada persona es solamente cognoscible a través de la expresión lingüística con que relata sus sueños, y por lo tanto posee una ‘gramática’. Durante años he trabajado intensamente en la gramática de los sueños, analizando empíricamente los datos y revisando la bibliografía sobre el tema, pero en parte debo admitir que ese esfuerzo intelectual no recoge sino la punta del iceberg onírico, lo visible de un mundo del que con seguridad podrán decir mucho más los cuentos de los aborígenes que todos los investigadores y científicos juntos.
Frente a los pobladores que pululan por el Tiempo del Sueño, los seres con existencia real se organizan, alojan y reúnen gracias al gran mitema del Árbol de la Vida, que posee todas las semillas de lo que crece sobre la Tierra y da todos los frutos existentes. Darwin utilizó un árbol para representar filogenéticamente el diagrama evolutivo; los lingüistas representamos la estructura de las oraciones con diagramas arbóreos, y quienes me han leído aquí saben que la del árbol es una de mis metáforas preferidas, no sólo en poesía: muchas veces he comparado las lenguas naturales con árboles, y la gramática con extensos olivares ordenados por la mano del hombre.
Se dice que en el Paraíso había dos árboles: el del Conocimiento, de cuyo fruto tenían prohibido comer Adán y Eva, y el de la Vida. El primero es ampliamente conocido como el Árbol del Bien y del Mal; el segundo es una representación del arquetípico árbol cósmico, el árbol sagrado por excelencia para las distintas culturas de la Tierra. Comer de su fruto proporciona salvación, pues desde un punto de vista abstracto representa al Amor. El Árbol de la Vida es la casa común, el punto de encuentro de una comunidad, lo que, en última instancia, une a todos los seres vivos y de donde proceden todas las especies que pueblan el planeta. Es la verdad, lo manifiesto y palpable, la realidad de cuanto existe.
El Tiempo del Sueño contiene la otra naturaleza de las cosas, la latente y oculta que no se deja conocer más que a través de las leyendas, los cuentos, los mitos: la creación. El Soñar deja, en ocasiones, rastros que los humanos interpretan. Los seres que pueblan el Tiempo del Sueño dejan constancia de su existencia a través de esos rastros: las hoces de un río son la huella que deja tras su paso la serpiente totémica. Algunas veces, los rastros que comunican ambos niveles de existencia -el sutil espiritual y el sólido terrenal- se advierten de modo inquietante. Imaginen un sueño en el que el soñante, al intentar alcanzar el fruto del Árbol de la Vida, quebrara una ramita y despertara con su chasquido seco, y al levantarse descubriera entre sus dedos una hoja de aquel árbol soñado… Es un terreno que ya antes otros habían explorado: tomo como ejemplo “La prueba” del Libro de Sueños de Jorge Luis Borges:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?
(S.T. Coleridge)
En mi caso, ese universo onírico que constituye mi campo de trabajo intelectual es también el del universo poético en el que buceo desde hace unos cuantos años, desde mi último libro, La senda impar, hasta el que ya estoy ultimando, Mutaciones. Y aquí me tienen, tras escribir una gramática de los relatos de sueños, buscando incansablemente aquella flor de Coleridge, la rara hoja de un árbol en el Tiempo del Sueño.
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