Uno sabe que si cuida el sofá le va durar bastante más y no tendrá que renovarlo tan pronto. Nadie se dedica a pintarrajear las paredes del pasillo de su casa, porque no le gusta encontrarse con eso cada vez que entra, y por la fea impresión que producirá en cualquiera que vaya a visitarlo y procura que sus hijos no lo hagan. Son gestos cotidianos, de sentido común porque queremos que las cosas que nos han costado bastante conseguir nos duren en buen estado.
Enfrente está el marketing de usar y tirar, de ropa muy barata que dura poco porque tampoco me la voy a poner el año que viene. Esa idea de que basta apretar un botón para reiniciar, para que todo vuelva a su ser inicial sin rastro de los desperfectos. Son dos mundos que conviven y que producen un choque profundo que se ha instaurado en nuestra vida cotidiana. La necesidad de conservar y la de usar y tirar.
Esto en la parte privada de nuestra vida, en el espacio público se refleja con mayor crudeza. Las paredes pintadas en edificios públicos restaurados al poco tiempo emborronados, las macetas arrancadas, las papeleras y contenedores quemados, los chicles, papeles, colillas y desperdicios de fiestas y jaranas tirados por el suelo o las necesidades fisiológicas satisfechas en cualquier rincón.
Que esto ocurra no es gratis. Limpiar las pintadas tiene un coste muy alto, cada contenedor quemado tiene que ser repuesto. Los ayuntamientos deben contratar seguros que cubran este riesgo frecuente y, por tanto caro, contratar servicios de limpieza de millones de euros cada año que trabajan sin parar y parece que no han hecho nada, comprar equipos antivandálicos que resultan bastante más caros que otros más sencillos e igual de funcionales, si no tuvieran el riesgo de ser deshechos en dos días, contratar servicios de vigilancia, de limpieza…
Todos estos gastos se restan de los que podrían destinarse a ayudas de emergencia social, a actividades culturales, a mejorar los sueldos de los empleados, a aumentar la frecuencia de los autobuses, etc. A muchos gastos más productivos, pero que se ven limitados porque cada año el coste fijo del vandalismo se come un porcentaje de su presupuesto. El Tribunal del Cuentas o algún organismo similar debería establecer la obligación de contabilizar separadamente el sobre coste del vandalismo y hacerlo público, transparente.
La corrupción, la forma irresponsable de gestionar la administración y el vandalismo tienen el mismo sustrato: el desprecio de lo público, lo que es de todos. Acabar con esta lacra va a requerir que los ciudadanos entendamos que lo que común debe protegerse incluso más que lo privado, que al no ser nuestro no tenemos derecho a un mal uso.
La calle, los espacios públicos son de todos, por eso más importantes que los propios. ¿Han pensado que si nadie tirase nada al suelo, los servicios de limpieza de las calles se verían reducidos a recoger las hojas en otoño? Menudo alivio económico.
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