Me gusta la literatura especular, la que refleja la realidad, y no me olvido de guiñarle un ojo al retrato de Galdós cada vez que bajo de la biblioteca del Ateneo. Los profesores de literatura acudimos a menudo a la ya tan manida cita de Sthendal, que decía que la novela realista “es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino”. De ahí que el novelista francés se indignase ante quienes acusan a los escritores de inmoralidad: “Más justo sería acusar al largo camino donde está el barrizal y, más aún, al inspector de caminos que deja el agua estancada y que se formen los barrizales”.
Una de las mejores novelas que he leído en estos últimos meses, porque recoge la luz y el barro de los caminos, es la última del escritor aragonés Ignacio Martínez de Pisón, titulada Castillos de fuego. Si el fin último de toda obra literaria es la de establecer un diálogo entre los seres humanos y su tiempo, para hacernos reflexionar sobre la forma como abordamos unos mismos problemas a través de los años y los cambios de pensamiento, esta lo cumple sin lugar a dudas. Los magníficos diálogos de sus personajes, las descripciones nítidas, cinematográficas, de los lugares donde ocurren los hechos, y que son los mismos por los que pasamos a diario los que por la capital nos movemos, nos permiten ver nuestra sustancia humana en ese espejo por el que pululan los que nos precedieron, por esas mismas calles, en el Madrid de la posguerra.
Pero, además, la novela de Martínez de Pisón me ha hecho ver mi reflejo. El empleo de las cartas, elementos narrativos desencadenantes del curso de la trama de esta novela, me enternece en especial, pues las cartas han sido también, en gran medida, determinantes del itinerario sentimental y literario de mi vida. La fuerza de los personajes femeninos, su espíritu crítico, permite una identificación que no escapa a cierta melancolía, por ejemplo cuando Gloria dice a su amiga norteamericana en una biblioteca:
“- ¿Sabes por qué me gusta tanto venir aquí? Porque es como vivir en el futuro. En un futuro mejor. Dentro de un tiempo se curarán enfermedades que ahora son incurables. Dentro de un tiempo se podrán leer libros que ahora están prohibidos. –Hizo un gesto hacia la sala de lectura y su ejemplar de Life–. Dentro de un tiempo las mujeres pilotaremos aviones… ¡Aviones de combate!”.[i]
Pero existe también cierto riesgo narcisista en los reflejos literarios. Marguerite Yourcenar dejó escrito que algunos lectores solo se ven a sí mismos en lo que leen, se buscan en los libros que, de ese modo, usan como espejos:
“Algunos lectores se buscan en lo que leen y no ven nada más que a ellos mismos; todo lo que tocan se cambia, no en oro, como en el caso de Midas, sino en su propia sustancia”.[ii]
No creo ser de ese tipo de lectores que solamente se buscan a sí mismos, al objeto de confirmar su protagonismo (¡otra novela que es copia exacta de mi vida!), y sin embargo, al igual que a mí me ha ocurrido, la inmensa mayoría de los lectores podrán verse, en alguna de sus facetas, reflejados en Castillos de fuego. En el extrañamiento especular de ver en otros seres un reflejo nuestro está uno de los grandes logros de esta novela, que la conecta con la gran novela realista de todos los tiempos y nos hace esperar que, si hay justicia en el mundo, a no mucho tardar el retrato de su autor esté colgado, no muy lejos del de Galdós, en el Ateneo de Madrid, donde le corresponde.
[i] Martínez de Pisón, Ignacio (2023): Castillos de Fuego. Barcelona, Seix Barral, pág. 472.
[ii] Yourcenar, Marguerite (1982): Con los ojos abiertos. Buenos Aires, Emecé Editores. Traducción de Elena Berni.
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