Dicen que un héroe es aquella persona que hace algo más allá del deber. La lista de heroicidades está repleta de hazañas bélicas y medallas militares, actos salpicados de sangre humana, a veces sangre que ha permitido que la tierra de la trinchera se convierta en barro. Los militares gozan del privilegio de la gloria. Fueron héroes aquellos que mataron y murieron en la guerra de Troya y para ellos estaba reservado un lugar más allá de la muerte. Héroes también aquellos que murieron por su fe, mártires para unos, fanáticos para otros. La heroicidad, en los nuevos estados liberales, suele estar asociada a los altares de la patria; a la mayor parte de ellos se les rinde culto cívico en días señalados acompañados de rituales sacros, banderas, fanfarrias, pendones e himnos. Incluso los hay que ni tan siquiera tuvieron que morir por la causa, tal es el caso de Rafael Casanova, patriota catalán que encabezó la defensa de Barcelona en nombre de la causa austracista y que murió en la cama 30 años después de los enfrentamientos.
Los héroes, asociados desde la infancia a la guerra, forman parte de nuestra mitología por más que la historia, la de verdad, sitúe a cada uno en su sitio. Los héroes en ocasiones no lo son tanto por sus acciones sino por lo que se dice de ellos y los mitos pasan a formar parte de las identidades colectivas en el rango de las creencias. La gloria de esos héroes se exalta en fundidos de bronce, como la de esos marines que colocan la bandera de las barras y estrellas en una cumbre de Iwo Jima por más que Clint Eastwood nos diese otra versión en esa extraordinaria película que se llama Banderas de nuestros padres.
Déjenme, sin embargo, decir que en España también hay héroes, personas que realizan acciones destacadas más allá del estricto cumplimiento del deber pese a las consecuencias punibles de sus actos, en concreto la de un bombero bilbaíno que se ha negado a escoltar un cargamento de armas en el puerto de Bilbao con destino a Arabia Saudí, país en guerra con Yemen que bombardea hospitales y asesina civiles sin ningún rubor y sin temor a que la comunidad internacional les aplique el mismo rasero que, por ejemplo, a la Siria de al-Ásad.
El bombero, a quien han abierto un expediente disciplinario en el que piden de dos a cuatro años de suspensión de empleo y sueldo, padre de dos criaturas de poquitos años, se negó a cumplir con el servicio de apoyo al embarque de trece contenedores cargados de bombas y munición destinados a mutilar y destrozar los cuerpos de otros seres humanos como él, como sus hijos, alegando motivos de conciencia. Habrá quien piense, desde la comodidad de su sillón, que se merece lo que le pase y deseará incluso un castigo más severo. Seguro que son gente de bien, gente de orden, gente que participa de la comunión dominical y de la enseñanza privada (concertada la llaman ahora) en colegios religiosos para sus hijos porque allí enseñan valores cristianos como ese que dice “no matarás”. Seguro que los hay. Pero son los mismos a los que Hannah Arendt diseccionó en su obra Eichmann en Jerusalem, esos personajes mediocres, cumplidores de las normas sociales de su comunidad, esos que como toda defensa ante el holocausto se justificaron diciendo “sólo cumplía órdenes”.
Nuestro héroe lo es porque, al contrario que el responsable de los trenes de la muerte, se ha negado a cumplir una orden bajo un criterio de conciencia: matar no está bien y colaborar con la muerte y el sufrimiento humano es indigno de una persona con un mínimo criterio moral.
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