El pueblo sajón, tributario de los francos en el siglo VIII, pero de manera jurídicamente tan poco clara que se consideraba a sí mismo independiente, estaba compuesto por diferentes tribus: westfalianos, ostfalianos y angrivarios, un pueblo de jinetes junto al Weser. “Carlomagno emprendió en 772 una expedición contra los angrivarios para castigar duramente una de sus correrías de pillaje. En el curso de la expedición fue destruido el Irminsul, un árbol majestuoso que resultaba ser, conforme a una antigua creencia sajona, la bóveda del cielo, imperecedera y sagrada. La primera expedición de Carlos contra los sajones, sin embargo, fue adquiriendo gradualmente el carácter de una guerra de conquista, que no podía ser consumada sin la cristianización”[1], cuenta el historiador Jan Dhondt.
Seis años más tarde, los francos castigaron con enorme crudeza uno de los mayores levantamientos de los westfalianos: cuatro mil quinientos sajones fueron decapitados en un solo día, según Dhondt[2]. La sublevación de los sajones tan cruelmente masacrados pudo ser, en opinión de muchos historiadores, lo que decidió a Carlomagno a abandonar su campaña en tierras aragonesas, ocasionando con su retirada la famosa Batalla de Roncesvalles, que tuvo como consecuencia la muerte de Don Roldán, hecho que se canta en numerosos romances y canciones de gesta del ciclo carolingio.
Pero la crueldad de aquel masivo degollamiento no pudo compararse al pesar que ocasionó al pueblo sajón la tala de su árbol sagrado.
No se sabe a ciencia cierta si era un roble o un fresno; tampoco si era, bajo el nombre de Yggdrasil , el mismo árbol perenne de la vida de la mitología nórdica, que mantiene unidos los nueve mundos con sus ramas y raíces; pero sí sabemos que Irminsul era el pilar que mantenía conectado el cielo con la tierra. Confirma J.M. Wallace Hadrill en su libro «El Oeste Bárbaro” que, en su intento por dominar las regiones del norte germano, Carlomagno hizo talar el Irminsul para, de ese modo, poder imponer el cristianismo a los pueblos bárbaros.
Esa catastrófica tala, como hemos dicho, ocurrió en el siglo VIII. Nada sujeta, desde entonces, la bóveda celeste, y sin embargo, varios siglos más tarde, la casa de María y de José fue trasladada por los cielos, con el fin de sustraerla a las amenazas infieles, y volando llegó hasta Croacia, primero, luego a Ancona, en Italia y, por último, al lugar poblado de laureles llamado Loreto, donde desde el 10 de diciembre de 1294 se emplaza definitivamente la Basílica de la Santa Casa, popular lugar de peregrinación católica.
Que el cielo está, pese a todo, sin pilar que lo sostenga es conclusión que se extrae con toda evidencia a juzgar por los acontecimientos que ocurren hoy en la tierra. San Antonio, que gobierna los pájaros, y la Virgen de Loreto, patrona de los aeronautas, protegen seguramente los humanos vuelos, ya que no puede ser sino por un milagro que el cielo no se nos haya caído encima todavía, en estos tiempos de pandemia en los que cada mañana tenemos que batallar tan duramente para que no se nos caiga a los pies el alma.
[1] Dhondt, J. (1972): La alta edad media. Siglo XXI editores, Madrid, pág. 4
[2] Dhondt (1972:4)
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