Comienzo hoy a escribir una carta muy larga, como cada primer domingo de adviento, cuando aún me parece escuchar la voz de mi madre diciéndome desde la cocina: “¡Rosa, ya tienes que ir pensado en lo que vas a poner en la Carta!”, y la palabra sonaba exactamente así, como la escribo, con inicial mayúscula.
“Queridos Reyes Magos de Oriente:
Este año he sido bastante buena, aunque mi madre dice que tengo que mejorar en…”
Mi madre, pobre cuerpo hoy duchado, alimentado, acostado en las dependencias de una residencia de ancianos, ya no puede acordarse de nada, pero yo sí, aún recuerdo todo lo que debía mejorar, según ella: evitar ir por ahí con los calcetines caídos, doblar bien el uniforme para que me durase como recién planchado toda la semana, no quedarme absorta en mis ensoñaciones con la boca abierta. Por ejemplo. Entre otras cosas…
Igual que cada año, recuerdo el callejón sin asfaltar y sin alumbrado por donde llegaban los camellos de mi infancia, cargados de mercancías para repartir entre los niños del barrio, una colonia de casas baratas de protección social que lindaba con los descampados embarrados donde se alzaban míseras las chabolas; recuerdo el tenebroso parque donde acechaban todos los peligros, junto a la última boca del metro a partir de la cual sólo se podía ya ir andando hacia unos territorios donde el rótulo luminoso, rajado de una pedrada, de un bar situado sobre una casa baja era el último signo de civilización en varios kilómetros a la redonda. Y recuerdo a mi madre trabajar por las noches, hacer extras y guardias porque de todos modos no la dejaba dormir la idea de no poder sacarme de allí, de que me hubiera enamorado de verdad y me asentara, entre las cucarachas y las ratas, como se había asentado ella por mi padre, un sindicalista pasional y violento al que se habían tragado las cárceles del último franquismo.
Los Reyes me traían cuentos ilustrados, estuches escolares, una mochila nueva. Finalmente, un pisito arreglado en una portería de un barrio fino de Madrid fue el último regalo ansiado por mi madre, con el que me alejó de aquel enamorado del suburbio que no me ofrecería más que una vida arrastrada en los infiernos… No sé si agradecerle sus desvelos, sabiendo como sé, pobre amor mío, que aún sigues allí.
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