La nieve es el enemigo más temido de las serpientes y, por extensión, de los seres alados que son evolución suya en el imaginario popular, los dragones; de ahí que estos últimos, con la llegada de los primeros fríos, busquen el cobijo de las cuevas, donde el aire cálido retenido protege a los reptiles, de sangre fría, de las heladas. Cuenta Ángel Gari en su Aragón Mítico-Legendario[i], que las cuevas de la Traconera, situadas muy cerca de la fuente de la Marigüeña -de la que hablábamos aquí hace unos días- y de la ermita de Santa Elena, evocan con su nombre las «dragoneras», es decir, refugios de dragones, antiquísimos monstruos arquetípicos que con posterioridad el hombre medieval sincretizaría en presencias maléficas más concretas para él, como las brujas o el diablo.
Y posiblemente por eso, entre las dos cuevas Traconeras (una de ellas situada a 1.047 metros de altitud y la otra a 1.100) hubo en otros tiempos un hospital de peregrinos, bajo la advocación de San Martín, del que, por el momento, poco se sabe, salvo que se encuadraba en mitad de una “geografía sacra” donde las construcciones humanas eran parte de un conjunto en el que dominaban por su fuerza telúrica las imponentes rocas sagradas.
El acceso a las cuevas Traconeras no reviste gran dificultad, pero el recorrido por su interior requiere de material específico, conocimientos de espeleología, y mucha precaución. Casi tanta como la que al parecer necesitan hoy la mayoría de los desprevenidos urbanitas para moverse por la ciudad helada.
Me pregunta una amiga extranjera cómo es posible que una simple nevada de medio metro haya podido convertir la capital en “zona catastrófica”. ¿Acaso no es lo normal que nieve cada invierno? Al igual que los reptiles de sangre fría, buscamos el interior caliente de nuestras cuevas, las casas donde las calderas de las calefacciones no han dejado de funcionar día y noche. Pero, eso sí, después del jolgorio de las bolas, los improvisados trineos y los muñecos de nieve, después de haber dibujado ángeles de todos los tamaños en la nieve de los parques urbanos bajo la que, aunque parezcamos querer olvidarlo, siguen estando los mismos excrementos de perros, las mascarillas desechables usadas y las latas de cerveza arrugadas que antes de la borrasca.
Nada es lo que parece cuando nieva. La nieve oculta toda impureza, pero debajo de ella siguen estando los detritus, y las piedras sagradas. Poco a poco, la negra piel del diablo que es la capa de mugre urbana, se irá transparentando por entre los minúsculos cristales de hielo que hoy causan a tantos ciudadanos fracturas de todo tipo debidas a los patinazos. La nieve aplastada y ennegrecida no gusta tanto, retrotrae a nuestro origen evolutivo común, el de aquel primer ser que salió reptando del agua, y hace funcionar nuestro cerebro reptiliano: lo que se creía hermoso ahora resulta amenazante y da lugar a un egoísta espíritu de supervivencia que suele verse muy pronto reflejado en los estantes vacíos de los supermercados.
Pero cuando ya la helada amenazaba con convertir nuestros corazones en zona catastrófica, añaden que no es nieve lo que vemos, sino polvo de plástico helado. Que todo esto es no más que un síntoma inequívoco del desastre del cambio climático. Echando fuego por las enfurecidas narices dilatadas, los dragones que viven bajo las rocas sagradas cubiertas por la helada han salido, por fin, a demostrarnos que también la nieve puede arder.
[i] Ángel Gari Lacruz (Coord.). Ed. Prames / Rutas CAI por Aragón, 2007
Leave a Reply