Este domingo, en el que se ha iniciado el adviento, una manifestación convocada en Madrid contra la amnistía me hace reparar en que, en la antigua Roma, el término adventus se usaba para los fastos que anunciaban la venida del emperador o algún alto cargo a la ciudad. Anuncia la llegada del invierno, del que nos protegemos con el fuego del hogar representado en la llama de las cuatro velas, que se encienden, según la tradición litúrgica cristiana, cada domingo anterior al de la fecha del nacimiento de Jesús: la cuenta atrás para el inicio de la Navidad.
La llama es la expresión de nuestro deseo, también en el sentido sexual de la palabra, la energía vital, la sustancia sagrada que no nos pertenece y no hemos de apagar nunca. Visualizar la llama, cuidarla, es prevenir todo frío, todo aniquilamiento del deseo, que purifica las ateridas almas.
Juan Bautista Bergua nos recuerda que el fundador del zoroastrismo “nació de una virgen de quince años llamada nada menos que Hervispotarvinitar, fecundada por un rayo de luz”. La divinidad muchas veces se sirve de mujeres vírgenes (Isis, Semele o Maya, madre de Buda) para concebir al Elegido, que frecuentemente nace en el solsticio de invierno (sea Mitra, el dios del sol persa adoptado por los legionarios romanos, o Cristo, ambos del 25 de diciembre).
La llama, ese minúsculo sol doméstico, es el reflejo de nuestras esperanzas, la cuenta atrás para la llegada de lo que tanto deseamos.
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