Tomar un café con alguien a quien tienes especial aprecio invita más a las confidencias que procura una amistad con pocas oportunidades para las efusiones –por distancia geográfica, no por enfriamiento– que a la discusión razonada, incluso si el amigo en cuestión es un pensador cabal; por eso, y por ser mi amigo un profesor de filosofía cuya erudición me impone bastante respeto, no atinaba yo siquiera a recordar completa, para apoyar mis argumentos, la conocida frase de Voltaire que dice: «La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano”. Estábamos hablando, entre sonrisas y apretones afectuosos maridados con tostada, café y zumo de naranja, del mísmísimo Mal, así, tal cual, con mayúscula.
Que el mal existe, basta con echar una simple ojeada a nuestro alrededor para saberlo y, sin embargo, jamás he concebido el mal como entidad sustantiva, aunque sea un sustantivo: el nombre masculino ‘el mal’ (plural ‘los males’), del latín malum, es el antónimo de ‘bien’ e indica precisamente la carencia de éste, y sus acepciones más corrientes son las de ‘daño’, ‘infortunio’ o ‘enfermedad’; y así podemos hablar de “los males de nuestro tiempo” o decir que un montañero sufre de “mal de altura”. Pero ‘mal’ puede ser también un calificativo que, procedente del adjetivo latino malus, se corresponde en castellano con ‘malo’ y sus variantes (‘mala’, ‘malos’, ‘malas’ y el apócope ‘mal’), que nos permite calificar negativamente cualquier nombre y decir, por ejemplo, que alguien tiene mala cara, que estos son malos tiempos para la economía, o que tal padre es un mal modelo a seguir para su hijo. Como adjetivo, ‘mal’ puede equivaler a ‘solo’ o ‘ni siquiera’: No ha leído ni un mal libro en todo el verano quiere decir ni siquiera un libro o ni un solo libro.
Por si todo esto no bastara, ‘mal’ puede también ser un adverbio procedente del latín măle, con el que expresamos que una acción sucede de manera contraria a lo deseable, o con el sentido de ‘difícilmente’ o ‘insuficientemente’; el adverbio en –mente ‘malamente’ no es, como se tiende a pensar hoy, un vulgarismo, sino un pleonasmo cuya incorporación al léxico, según Corominas, podría ser muy antigua, y datar de hacia 1220-50: Este coche funciona mal/malamente. Pero la raíz del mal, por así decir, no solamente se puede rastrear en el latín, sino que está también presente en los vocablos griegos ‘mélas’ y ‘mélanos’, y guarda un parecido inequívoco con la raíz ‘mala’ del sánscrito, que significa ‘negro’, ‘sucio’.
Mi amigo y yo, innecesario es decirlo, hablábamos del mal como sustantivo, aunque no sustanciado en un ser concreto como podría ser El Maligno para quienes en él creen. Comentando una reciente presentación de mi poemario “El Castillo” que, en el fondo, sondea entre otras cosas el asunto del mal, pretendía explicarle a mi amigo con la cita de Voltaire que, para mí, el mal tiene que ver con el poder como intento de dominación (no como simple posibilidad de acción, obviamente), y que esa idea era la que había tratado de trasladar a mi libro de poemas. En sintonía con esa idea, leí hace apenas unos días que el Premio Nacional de Poesía Juan Carlos Mestre decía para El Mundo que, «frente a la inmoralidad de la palabra política» y la “obstinación del poder para mentir”, la poesía nos recuerda que “las palabras han sido hechas para construir la casa de la verdad y no para destruirla». Mestre nos advierte, con toda razón, que «el gran peligro humano es la no desobediencia al mal, que es la primera tarea que debe asumir en conciencia toda persona».
Esa idea del mal como obediencia a las creencias inculcadas por el poder, la recogía en su intervención en la presentación de mi libro quien ha sido mi traductor al valenciano, Josep Candela, al analizar el poema correspondiente a la figura del Sumo Sacerdote, que termina diciendo que los esbirros del castillo realizan sus cometidos “pensando que lo hacen porque creen/ y no porque obedecen”. La elección del escritor Juan Calderón de los poemas de El Mago, El Ermitaño y El Ahorcado para su recitado en el mismo acto enfatizaba también este aspecto, incidiendo en las creencias como signos de ese mal subrepticiamente inoculado por el poder.
A estas alturas seguro que ya habrán deducido ustedes que los arcanos mayores del tarot son las figuras que, con sus diferentes voces arquetípicas, circulan por “El Castillo” que he construido –con ilustraciones de Antonio Fernández Heliodoro – como alegoría del lugar donde reside el poder. La portada del libro, por la que siempre me preguntan cuando me entrevistan, reproduce la ilustración correspondiente al arcano de la La Torre Herida por el Rayo, que en el tarot simboliza la sacudida y el caos, producto de la inestabilidad y condición pasajera de la vida del hombre y de sus obras. La torre es también la parte de un castillo desde la que se puede ver más lejos, y que puede ser vista desde más lejos. Es el elemento más soberbio (en su doble sentido de magnífico y de arrogante) de una fortificación. Los participantes en el acto de presentación de mi libro el pasado día 11 de agosto me habían preparado la sorpresa de, traduciendo mis versos (al ruso por Galina Ávarez, al danés por Rosalía García-Calvo, al árabe por Fatiha Arfi, al valenciano por Josep Candela), construir allí mismo sobre esos cimientos una suerte de zigurat en distintas lenguas como aquella soberbia Torre de Babel de más de 90 metros de altura que se cree fue levantada en la ciudad de Babilonia unos dos mil quinientos años antes del nacimiento de Cristo, con la finalidad de alcanzar el Cielo. Para castigar la arrogancia de los habitantes de aquel coloso, en el que todos hablaban una misma lengua, Dios los confundió dispersando entre ellos idiomas diferentes, condenándolos a la falta de entendimiento:
“Toda la Tierra tenía una misma lengua y usaba las mismas palabras. Los hombres en su emigración hacia oriente hallaron una llanura en la región de Sena-ar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: «Hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego». Se sirvieron de los ladrillos en lugar de piedras y de betún en lugar de argamasa. Luego dijeron: «Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos y no estemos más dispersos sobre la faz de la Tierra».
Mas Yahveh descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban levantando y dijo: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie”.
(Génesis 11:1-9)
La alusión a esa suerte de lengua franca que amenazaba con permitir a los hombres alcanzar el Cielo tomó cuerpo en la presentación de mi libro con la versión en esperanto del poema La Luna, cuya traducción y lectura estuvo a cargo de la esperantista alicantina Zaida Mellado. El esperanto, como ideal pragmático de una lengua común que solucionase de modo definitivo todo problema de comunicación entre los hombres, no supone, sin embargo, una solución al problema del que hablaba yo el otro día desayunando con mi amigo: el de la existencia del mal como poder, porque ese mal no está solamente en lo difuso de las ideologías o del aparato del Estado, sino que, como deseo de dominación, está desgraciadamente muy presente en las vidas de todos y cada uno de nosotros: en el padre que manipula a su hijo apelando a los sentimientos filiales; en el empresario que explota a un empleado que se sabe fácilmente reemplazable; en quien por llevar un salario a casa se cree con el poder de dominar a quien cuida del hogar sin sueldo; en la persona que, frustrada por su falta de éxito, acaba convenciendo a su pareja de que su “común mala suerte” es culpa de la actitud malévola de “los otros”; en quien parapeta sus fracasos reuniendo a su alrededor una nutrida camarilla de descontentos… “Mal de muchos, consuelo de tontos”, dice un refrán al respecto. Estoy de acuerdo con nuestro proverbio, con Voltaire y con Mestre: la obediencia al mal, esa cómoda opción de no oponer resistencia a la dominación que ejerce sobre nosotros el poder, cualquiera que sea la forma que adopte y por muy ínfimas que nos parezcan sus maniobras, es también una forma de mal. Se puede ejercer el poder malévolamente por medio de una educación sojuzgadora, una sociedad mal construida, unas riquezas mal repartidas o un amor egoístamente posesivo. Atajar la caída de esa soberbia (y soberana) construcción humana que persigue alcanzar el Cielo, esa “casa de la verdad” que es el lenguaje cuando se evita la utilización malévola o perversa que de él hace el poder,
tiene que ser lograda por la fuerza veraz de las palabras y la responsable desobediencia a la mentira.
Susana Diez de la Cortina Montemayor
Leave a Reply